miércoles, 11 de julio de 2012

UN PLIEGUE SE ACURRUCA

Un pliegue se acurruca en su falda y, en la otra punta de la ciudad, el ala de fieltro de un sombrero negro deshace conjeturas y alza el vuelo hacia el perchero. Las cucharillas duermen y en el cajón tapado sueñan con vasos de limonada y con esponjas de colores que las abrillantan: el verano, sí, el verano en que aquel joven atravesó la bahía sí que fue un verano para recordar, piensan. Menta fresca, espuma de mar seca en la arena, palulús y la sombra de las palmeras; bañadores de rayas blancas rojas azules y negras. La pajarería es un entramado de barrotes y plumas, un jardín-paraíso en medio de la ciudad. Deme ese pájaro pequeño, el que tiene más colores que compitan con un pliegue somnoliento. Las bobinas de hilos que descansan en el cestillo de costura rodarán todos por la tarima deshaciendo tapices, tejiendo vías de tranvías. Para Silvia, la mujer niña que todavía no sabe nada de tucanes ni de piratas ni de Julio Verne. Y ese pájaro vuela, sabe escapar por la puerta, sortear el rugido de los coches y va a posarse en el alfeizar de una ventana lejana, séptimo cielo. Su cantar refresca las columnas solemnes del salón que ríen a carcajadas mientras la melodía va girando a su alrededor como en un tocadiscos. Se dirige hacia el sofá y juega con un mechón de pelo caído sobre los párpados. Hoy amaneció a las cinco y cuarto de la tarde, sus colores brillantes me deslumbraron antes de abrir los ojos, ya lo sabía, era un regalo que venía de las nubes. La mano que se quitó el sombrero negro de fieltro abre la cerradura y descubre una carrera de alas y de manos que recuerdan el arco iris que rodó por el cielo nada más salir el sol.

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