sábado, 22 de febrero de 2014

LA ESTROFA INTERRUMPIDA





















Cómo se enredan los cables con bostezo de aurora
cómo se acunan los cantos de sirena en el ala murciélago
perdí, no perdí
gané
mientras dolía esa inocuidad de días
y la bruma brecha abierta en la memoria luna corazón
la mirada niña en la pupila del decantador
vaciábase en la escarcha del paisaje enfermo.

Fue la estrofa interrumpida para el quehacer urgente
para la sonrisa urgente, para abrazar la vida con más calma
porque amamos los mundos sutiles con Machado
también cuando la hoja afilada muerde o duerme bajo la almohada
y participamos de la vida amamantando con tinta verde al lechón dormido
en su futuro inesperado.

"It's a waste of time if I can't smile easily like in the beginning"



lunes, 10 de febrero de 2014

GATO ENCERRADO

Había un gato encerrado en el quinto. Todos lo sabíamos. En realidad, no todos, pues el mencionado gato no se sabe si era muy consciente de su propio encierro. Esto no quiere decir que estuviera solo o, por lo menos, así no era como lo suponíamos, sino acompañado por sus correspondientes dueños. Estos sí entraban y salían del piso. Por las noches, mi hija pequeña, de seis años, imaginaba a este gato aquejado de algún mal y se despertaba gritando: “¡Papá, papá! ¿Por qué llora el gato?”. “No llora, cariño, es que está en celo”. Le explicaba para calmarla. “¿Y qué es estar en celo? ¿Puede Susana estar en celo?” “No, María –la intentaba tranquilizar-, sólo los animales tienen el celo cuando es época de aparearse”. “¿Y qué es aparearse, papá?” “Es hora de dormirse. A ese gato no le pasa nada malo, ¿de acuerdo?”

A veces los alaridos del gato volvían a oírse por la mañana, entonces María sentenciaba que quería subir a conocer al gato de los del quinto. Los del quinto hacía poco tiempo que se habían mudado al barrio y no me atrevía a presentarme delante de su puerta para pedirles que enseñaran el dichoso gato a María. “Otro día, cariño. Cuando no tengas que ir al cole.” Ella se cruzaba de brazos, fruncía el ceño y poniendo morritos decía: “Sí, ya.” Sólo le faltaba sacarme la lengua pero, por lo menos, no insistía. O eso era lo que yo creía hasta que llegó el sábado. “Papá, hoy no tengo que ir al colegio.” Me comunicó con una sonrisa de oreja a oreja. “Entonces… ¿puedo subir a ver a Rodolfo?” “¿Rodolfo?” Le pregunté sorprendido. “Sí, Rodolfo el gato.” Aclaró. Decidido a zanjar el tema, me calcé los zapatos y le dije a María que hiciera lo mismo. “¡Vamos, vamos!” Repetía la niña tirándome del brazo. Después de llamar al timbre, apareció en la puerta un señor de barba espesa y con aire somnoliento. “Disculpe –le dije apurado-, vivimos en el piso de abajo y mi hija está empeñada en ver a su gato. Como maúlla tanto –carraspeé-, no ha habido forma de que se le olvide.” “¡Ah!” –la expresión de su rostro se volvió más despierta-, se refiere a Pepita”. “¡Rodolfo!” Soltó María a bocajarro. “No, guapita, se llama Pepita. Es una gata.” Resultaba extraño tanto diminutivo viniendo de un hombre tan barbudo. “El caso –continuó-, es que Pepita no es una gata común.” “Ya –le contesté-, ¿y de qué raza es?” “No, no –se rió el señor del quinto-. No se trata de eso. Pero no me he presentado: pasen, pasen. Soy Agustín.” Zanjadas las presentaciones atravesamos el umbral esperando que Pepita saliera a nuestro encuentro guiada por esa curiosidad tan característica de los gatos. Cosa que no sucedió. Ya estábamos sentados alrededor de una mesa en el salón cuando nuestro anfitrión dijo algo muy raro que todavía, a día de hoy, no he conseguido entender. En pocas palabras nos explicó que él no tenía ningún gato y que si, por casualidad, Pepita nos hubiera oído, se habría reído bastante de nuestra confusión, ya que era un metagato, es decir, que aunque él quisiera no podía acceder a nuestro deseo. “Pues, como sabéis, los metagatos no tienen apariencia física ni concreta.” Tengo que confesar que salí de allí más asombrado que mi hija que, en lugar de perpleja, parecía sentirse estafada. No por Agustín, el señor del quinto, sino por mí, por su propio padre que no había sido capaz de advertir la diferencia entre un gato de verdad y un metagato, que ni tiene pelo suave ni rabo ni bigotes ni orejas ni ojos y que, realmente, aún no sé qué es lo que tiene. “No te preocupes, María –le dije-. Tengo unos amigos que tienen un gato de verdad, es un gato europeo, muy bonito, atigrado. Esta misma tarde, podemos ir a verlo.” Pero María parecía haber perdido, repentinamente, el interés por los felinos, que le parecían, según me dijo, un fraude y a los que no quería volver a ver en su vida. No sabía que María conociera palabras tales como “fraude” y me extrañé tanto que llegué a dudar de si en lugar de mi hija sería mi metahija. Este pensamiento me llenó de estupor. La miré de nuevo y allí estaban sus dientes mellados, su flequillo tapando un poco la mirada de enfado. Debió de percibir mi nerviosismo porque enseguida cambió de expresión y dijo: “No importa, papá. Podemos ir. Sólo pasaré de los metagatos.” Reconozco que me tranquilizó mucho su habitual tono infantil, aunque también es verdad que, desde aquel día, no hemos vuelto a escuchar ningún gato en el vecindario.

miércoles, 5 de febrero de 2014

COSTUMBRE/ LA VIDA DE LOS OTROS


















Pálido, desvaído negro
que se vuelve gris
azulado
acerado
metal que corta los cristales
inundando de mientras tanto
de afuera un perro ladra
quizás sea yo ese perro
o sólo su ladrido
o el eco
eco
eco
sólo un eco
recorre las calles desiertas
aunque estén llenas a esta hora
mi soledad
las pasea
distingo
a lo lejos un coche
y se está yendo
si alguna vez fui feliz
si la costumbre de dejar los zapatos
limpios
a los pies de la cama
cada noche
si tan lejos estoy
sin saberlo
de lo que soy
de lo que nunca fui
si tan cerca estoy
de la eternidad de estos días
yéndose
como ese coche
como aquel globo
y la sonrisa del niño
que lo sostiene
nunca me conocí
secretos tras las voces
que escucho en silencio
secreto es mi sentimiento
llego
justo
en el momento
en que tú te vas
siento
marchitarse
este instante
pálido, desvaído negro
que se está volviendo gris.

EFÍMERO


























Piensa en negro
para volverte blanco
para no agonizar.
Piensa en negro
para darle elegancia a tu gesto
para sintetizar.
Piensa en negro
para diferenciar los matices de afuera
para enfatizar.
Piensa en negro
para recortar la sombra
para separar.
Piensa que en negro
desfilan uniformes
como alfileres ensartados
en la mariposa
sobre cartulina
negra.