viernes, 24 de diciembre de 2010

LOS NIÑOS TIENEN SINESTESIA

Tenía las manos verdes como la ropa tendida bajo el sol y los montes, que se extendían cuando subidos en los tejados alargábamos la vista para seguir la carretera principal hasta que se escondía detrás de la última colina más alta. Recuerdo también las noches frías que pintaban las paredes de naranja con las ascuas del brasero y el olor de esa fruta que cenábamos con azúcar y aceite se pegaba también por detrás de los cuartos cerrados. Las lámparas se movían haciendo un ruido de cristales pequeños después de apagar la luz y el perchero relucía con los ojos muy abiertos porque no teníamos sueño, como un personaje de las sombras que cobrara vida. La mañana se despertaba chocando azul contra los cristales y bajaba por los canalones hasta el patio pequeño del fregadero, se colaba después por debajo de la puerta trasera del baño y salía por la del salón hasta dar a la calle, donde se volvía tan blanca que todo eran callejuelas encaladas que bajaban y subían montadas en bicicletas dejando marcas rojas con las ruedas como líneas en los mapas.

Los días eran tan largos que parecían chicles de fresa. Después de cenar, volvía a salir a la calle con las farolas ya encendidas, intentando que nadie se diera cuenta de que cogía otra vez la bicicleta -ya había descansado bastante apoyada en la pared de fuera. Pedaleaba muy fuerte para alejarme rápidamente y a veces cantaba, soltando las manos del volante por una pendiente que me conozco de memoria, termina en una plazoleta llena de arena con una alcantarilla levantada en medio: la bici derrapa y yo salgo disparada por encima con las manos por delante y después me doy de bruces con la barbilla contra el suelo. Me dan cinco puntos y me ponen una venda alrededor, así que me baño más de siete días sin bucear y con el cuello muy estirado para que no se me moje la herida.

Justo después del accidente llega mi madre y me dice que parezco Nefertiti con aquella barbilla; a mi me hace mucha gracia ella porque se le ha vuelto la voz amarilla de comer los membrillos de la abuela, como las barandillas a las que nos subíamos los niños para hacer volteretas y nunca nos caíamos. Siempre recuerdo que allí en el pueblo, cuando las sombras no tienen sueño, siguen los pasos de la gente mayor por las cuestas y preceden a los niños que están volviendo a casa a medio día. Mientras, flotan sobre mi unas sábanas tranquilamente verdes justo antes de cerrar la puerta.

sábado, 18 de diciembre de 2010

ANTIVILLANCICOS: MÚSICA DE VERDAD

Las Navidades pasadas iniciamos sin querer lo que quisimos convertir en alegre oh! blanca tradición. Agotados de escuchar siempre todas las navidades la misma sintonía de "la virgen se está peinando", buscamos nuestra particular forma de celebrar la música (también si es necesario en navidad): un poco porque nos gusta la música -dicen que "quien ama la música, ama la vida", y por lo menos así reza un cartel que hay en el Café Ajenjo, C/ Galería de Robles- y otro tanto porque como a otros muchos no nos gusta esta institucionalizada forma comercial de navidad-navidad de la que, todo hay que decirlo, participamos.

Pues bien, gracias a la afortunada asociación de Music World Network con MUSIC ROUGH GUIDES, descubrimos un estupendo CD, THE ROUGH GUIDE to the music of BALCAN GYPSIES que ofrece una magnífica selección de músicas del mundo recorriendo en este caso Romania, Serbia, Bosnia & Herzegovina, Bulgaria, Albania, Turkey/Armenia, Greece y Macedonia.

Hoy queremos presentaros una de nuestras canciones preferidas de este album interpretada por Usnija Jasarova (& Esma Redzepova). Todavía no sabemos qué parte del mundo nos alegrará este año con la autenticidad de su floklore pero esperamos compartirlo pronto con vosotros. Ni que decir tiene que se admiten todo tipo de propuestas relacionadas ¡A gozar con los canticos de Usnija!

LAS MÁSCARAS


"Fuego Eternamente Vivo" (Mir, Verano 2010)

Salimos de allí despavoridos, como si aquellos rostros que estaban esculpidos en madera nos estuvieran mirando con sus ojos fijos y pretendieran revelarnos algo desconocido acerca del tiempo que se vertebraba en sus anillos. Miramos hacia atrás cuando ya estábamos lo suficientemente lejos y todas esas máscaras habían desaparecido. Lo que vimos después fue un tren que partía relinchando sobre unas vías que antes no estaban y que dejaron tras de sí la visión de un paisaje recién nacido que parecía eterno.

Eran las cuatro de la tarde, o eso marcaban nuestros relojes. La playa era inmensamente bella, salvaje y solitaria. Permanecimos callados mirando el horizonte y la arena era tan suave que nos quitamos los zapatos y nos acercamos a la orilla como si siempre hubiera sido sencillo caminar descalzos. El bramido del tren se había perdido en la distancia y sólo se escuchaba el rumor de las olas transmutándose las unas en las otras al rítmico son de la marea.

Por un momento nos miramos a los ojos y sin decir palabra comenzamos a atar los cabos sueltos de la barcaza y, cuando todo estuvo preparado, nos lanzamos a la mar. De vez en cuando oíamos chillar a las gaviotas por encima de nosotros y las veíamos alejarse hacia un puerto escondido tras una espesa bruma. No había capitán en el barco, pero tampoco nos faltaba, pues el timón se dejaba llevar por los designios del viento.

Pasado un buen rato, nos preguntamos cuánto nos habríamos alejado de la costa y echamos un vistazo a los relojes en vano: habían dejado de funcionar, seguían siendo las cuatro. En el interior del barco encontramos a duras penas una radio que sintonizaba la frecuencia con otra, la del faro. Supimos entonces que nos hallábamos solos en un radio de cincuenta millas en el Mar Egeo y que aunque el tiempo no nos serviría como lo hacía habitualmente, su climatología era propicia para la navegación. Oswald se despidió, no sin advertirnos antes que pronto perderíamos la conexión y no podría servirnos de guía.

Creímos ver la luz de la sirena del faro, pero al mismo tiempo escuchamos un sonido que parecía proceder no tanto de aquella luz artificial ni de ningún otro barco, si no de las mismas entrañas ultramarinas. Fue así como dirigimos la mirada hacia el oscuro fondo y creímos rescatar un tintineo de escamas doradas que se movían junto con otros brillantes filamentos de colores claramente subacuáticos. Aquel misterio se nos quedó prendido en las retinas y como dos sonámbulos de la noche nos arrojamos sobre las frías aguas, viendo aparecer alrededor nuestro las cabezas de unas trémulas nadadoras de torsos desnudos que tomaban grandes impulsos sobre sus colas de pez gigante: no podían ser otros que aquellos seres mitológicos de los que se guardó Ulises atándose a un palo.

Mientras ellas seguían cantando de esa forma tan peligrosamente envolvente como enigmática, nos sentíamos desvanecer, pero algo mayor que aquellas voces nos sostenía siempre sobre la superficie, como si el mar hubiera decidido hacerse balsa. Quisimos reaccionar, subir a la cubierta del barco, pero algo también superior a nuestra voluntad nos lo impedía. Pasamos la noche entera en aquel estado, entre el sueño y la vigilia (“Soy un suceso. No tengo otra silueta que el cambio”-1-). Hasta que la mañana siguiente nos despertó con una luz precaria que quería colarse por las rendijas de la entrada a la cueva oscura en la que nos hallábamos.

Tardamos mucho en ubicarnos, la vista no alcanzaba a ver nada hasta que los ojos se acostumbraron a la penumbra y pudimos comprobar que no estábamos solos. Junto a nosotros habían otros cuerpos igualmente tumbados y también había otros hombres de pie, ataviados con túnicas y del todo despiertos, parecían supervisar lo que fuera que fuese todo aquello.

Poco a poco fui saliendo del estado de letargo y varias geografías vinieron a situarme: la Isla de Samos estaba cerca, y Focea, Hierápolis, Acaraca, ¡el Templo de Apolo! Entendí que aquellos hombres erguidos eran sacerdotes y nosotros, los que yacíamos inmóviles en posición fetal éramos iniciados; los iniciados en la incubación.

“Así es como funcionan las repeticiones. Se borran las diferencias, se mezcla una cosa con la otra. Sólo se puede explicar hasta cierto punto porque, en realidad, tiene que ver con otro tipo de conciencia. Y así se ve uno enfrentado a una elección aparente. Entre retroceder y alejarte o dejar que te lleven”.
(En los Oscuros Lugares del Saber, Peter Kingsley)

(1) desbordamiento de VAL DEL OMAR (Museo Reina Sofía)