lunes, 30 de enero de 2012

LOS ACANTILADOS

III. Libertad

Los acantilados, cuántas veces han estado allí quietos, cuántas veces los he recordado y añorado. Las olas rompiendo contra la pared abrupta y en lo alto, el cementerio. Quisiera volver cuanto antes, pero por ahora no puedo: he de seguir recordándolos como fueron en aquel tiempo, retratados en el pincel del abuelo. Todas las noches los visito en secreto antes de dormir. Son mi peculiar Padre Nuestro. María descansa a mi lado. Hace rato que se ha dormido y no quiero despertarla cogiéndole la mano. Pero como si presintiera algo, abre los ojos y me mira, creo que puede imaginar lo que estoy pensando. Le doy la mano, paseamos juntos aquel paisaje y me duermo abrazado a ella. Me queda un largo camino. Quiero volver solo por mis propios pasos ahora que María ha descubierto mi secreto.

Cuánto ha cambiado todo, no las sepulturas. Algunas sí. Me siento en una y hablo en voz alta con Alonso. Abuelo -le digo-, sigue existiendo la misma luz, las mismas rocas, el mismo mar abierto hasta el horizonte que se aleja. Abuelo, descansa en paz, en tu tierra, de la que ahora eres pasto -como suele decirse-. ¿Sabrás encontrar mi nuevo hogar? ¿Vendrás a visitar a la familia? A partir de ahora le libero de mis pensamientos como a las gaviotas que vuelan libres en el cielo gris sobre mis hombros.

Cuando vuelve a ser de día no recuerdo dónde estoy ni cómo he llegado y entonces creo reconocer, como si estuviera desaprendiendo, que creí que venía a buscar algo y en realidad he vuelto a encontrarme conmigo mismo. Nada del paisaje nos pertenece, ni siquiera esta tierra que nos acuna, arrulla y nos mece el viento como al centeno. Podría cerrar los ojos y todo volvería a ser negro, como mientras duermo. Pero algo permanece intacto por un instante. Quizás sean las nubes, compañeras inseparables por su ser efímero, que las hace inhabitables, o las mareas, imposibles de seguir en su fluir eterno e incansable.

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