jueves, 25 de noviembre de 2010

REALIDAD FOTOSENSIBLE


"En Okina: riachuelo" (Mir, Vitoria-Gasteiz 2009)

“Doctrina de los que no conocen como fuente de conocimiento más que la razón, rechazando, por tanto, la revelación y la fe”. Racionalismo (def.)

Fuiste llegando como las sombras que se acercan en las aceras. No tenía cabida la sospecha, si es que todos sospechamos algo imposible tras los acuerdos tácitos. Mientras, seguía existiendo lo sagrado cobijado en la negrura ¿Por qué no decir que yo no sabía cuál era la base de nuestro pacto? Quizás, mientras tanto, tú urdías la tela de araña que terminaría por tragarme tan sólo a mi.

Silenciábamos voluntariamente las palabras. Nuestro silencio era la tensión que mantiene el equilibrio entre el arco y la flecha: el acuerdo mutuo de no entrar en pormenores, de tener atado lo singular en función de lo viejo, la parte en sombra de la realidad que la hubiera hecho insostenible de haber sido.

Las afueras de la ciudad eran las fauces del león, un descubrimiento que nunca llegaría. Como en aquella canción que hizo que buscase Eva, “everybody has to learn sometime”, ahondábamos en el vacío que nos separaba como exploradores expertos, ajenos a la función anticipatoria de los sueños. Cualquier cosa ya había pasado y todo había sido. Por lo tanto, aquello permanecía como un rostro en un cuadro, rozando la eternidad, detenido, suspendido.

Aunque la distancia te regalaba sus favores cristianos, la fraternidad se rompía igual que la costra de una herida que se estaba curando. Hablar de ti, en aquel momento, era como suele decirse, hablar del sexo de los ángeles; y yo situaba el paraíso tan cerca tuyo que dejaba la mirada ausente, perdida en lo general de las vistas que nos ofrecían los altos pisos que frecuentábamos, creando espacios de tiempo en los que un segundo duraba tanto, que hubiera sido imposible descifrar cuántas horas o minutos pasábamos. Ineludibles pesquisas contra el irremediable transcurso de los momentos, que si bien tardaron en materializarse, no dejaron de ser un estiramiento inapropiado del desenlace imprevisto hacia un salvaje futuro.

Así fue como recorrimos, intangiblemente, las callejuelas de nuestro olvido, alejándonos siempre un poco más hacia el otro lado del espejo.

Finalmente, las distancias se hicieron conmigo. Apresada junto a ellas, aprendí de memoria el nombre de los ríos y reconocí el silbido siseante de la cítara. Sólo fue cuestión de tiempo comprender lo sucedido. Caer en el abismo ciego es tan fácil, como difícil es decir el nombre de un errante amigo. Remangarse los pantalones y quitarse las botas impecables.

El terreno embarrado que rodeaba la Laguna Invisible hizo lo demás por nosotros.

Tantas veces recorrí sus circunvalaciones que acabé por encontrar una barca en la orilla: ese embalse tenía una desembocadura y pronto recorrí la magnitud de su cauce hasta llegar al delta del río, lugar-extremo donde la ecuación estalló y los átomos se dispersaron permitiendo ser visualizados como partículas elementales, que ponen de manifiesto que la realidad no es indivisible, pero tampoco fragmentaria.


De nuevo, como en los cuentos que nunca terminan, mi memoria señaló un punto a lo lejos, entre el horizonte y mi partida: la roca subyacente al sentido. Pesada y fría, casi mineral, encogida pude levantarla, y dejándola a un lado, continué mi camino (como siguen las historias de los hombres). Recordé la letra de otra canción que decía: “el hogar es aquel donde el corazón está“, y ya me había dado cuenta de que pensar que el mío estaba contigo, era una apreciación cargada de ilusionismo.

Esta mañana ha venido a verme Jonás y me ha traído un cántaro de agua que había llenado en la fuerte de piedra. Hemos salido al bosque a pasear y he podido comprobar como en los últimos meses, el verdor casi ultramar de las hojas, el musgo, la hierba … ha seguido expandiéndose sobre la superficie del campo; igual que ha ocurrido con la hiedra, que ha terminado por invadir casi todos los rincones de los muros que quedaban al descubierto en los jardines de la entrada.

Jonás lleva viviendo varios días conmigo. Parece que no quiere irse y, gracias a él, estos días están siendo los más apacibles que he podido disfrutar en mucho tiempo. Empiezo a sentir que mis músculos están relajados y mi mente se despereza del hastío de estar dentro de uno mismo. Quizás sea porque no se lo pido, pero todo esto me está devolviendo algo que siento que nunca había tenido, pero que sin embargo, nunca había dejado de ser mío.

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