miércoles, 24 de noviembre de 2010

LA CIUDAD SIN LÍMITE



Teníamos las manos entrelazadas en la parte trasera del coche. Nos movíamos por la ciudad que pronto sería un nuevo vientre de adopción. Alejandro nos guiaba con soltura por sus calles y nos mostraba algunos bares, algunos parques, algunos lugares de reunión y actividades culturales … Pero ahora nos dirigíamos a su oficina, tan rectilínea y blanca como el cuadrado blanco sobre fondo blanco que pintó Malevich abriendo una nueva etapa en la pintura vanguardista. La ilusión tenía más prisa que la mirada y nos pareció que aquel espacio inmaculado en su decoración minimalista podría albergar grandes esperanzas. Si hubiéramos dicho “futuro” no habríamos sabido explicarlo mejor.

Me pregunto cuantas veces más hubiéramos sido capaces de embarcarnos en otra aventura para encontrar el caparazón de la tortuga que nunca duerme, ese en el que dibujamos años atrás signos e ideogramas desconocidos para ella mientras seguía su lento camino; sumida toda noche y día, en una especie de conmoción lingüística que nos pretendía hacer entender ciertas mediciones o medidas como lo son el tiempo y el espacio, en el crujido de la hierba fresca bajo sus patas y cuando se tendía a descansar en las arrugas prehistóricas de su cabeza chata, que sería el eje imantado sobre el que el tiempo gira y gira como las bisagras de una puerta giratoria.

Estábamos cansados. Llevábamos saltando de trabajo en trabajo durante todo el último año, así que los tradicionales pintxos de la barra nos parecían manjares exquisitos y de nuevo un preludio apetecible. Me olvidé de decirlo, el suelo era también blanco, y pronto, la tierra se tiñó de un manto níveo y las ventanas se cerraron viendo caer los primeros copos del invierno. La mirada se erguía como la copa de los chopos que ya habían perdido todas sus hojas. Se abrieron los libros, nuevas entradas en los blogs, los estuches de pinturas, la olvidada primavera de los ramilletes de flores compradas, los bigotes de los gatos, terminaciones sensitivas que se enroscaban en el ovillo peludo de su cuerpo elástico.

Quizás demasiada oscuridad siempre en su cielo y amaneceres apoteósicos que flotaban como oleos en los muros abiertos de cada habitación. La catedral tan cerca de casa y tan lejana en el paisaje urbanístico. Ciudad del norte, ciudad de provincia, ciudad silenciosa como la nieve.

El trabajo se hacía esperar cada mañana estando aún en la misma oficina mientras los altavoces hacían sonar tanta música distinta que parecía que fuera a agotar nuestra capacidad de comprensión auditiva. El teléfono, en cambio, sonaba demasiado poco, la puerta se abría demasiado de vez en cuando. Mañanas solitarias sin trabajo en la oficina de cartón. Con su armario, un trastero del que salía humo de vez en cuando y donde la plancha calentaba los sándwiches que luego masticábamos sentados en el sofá de cuero. Charlas, muchas charlas, como si nunca nos hubiéramos conocido de otra forma. Alejandro y yo. Tú en la escuela, enseñando a los chavales filosofía. Y pienso entonces para este trabajo, que las pirámides de Egipto como ejemplo de lo que puede ser un espacio en sí mismo, no difieren tanto de cualquier paisaje nevado. Aunque en los polos opuestos, sea porque las unas son de signo magnificente y de escaso número, y los otros, tantos y tan chiquitos … Porque unas aparecen, casi alucinación mágica tras el velo de la calima, imponentes en el desierto; y los otros oscilan eternamente en el vacío de los cristales, detenidos en un mantra infinito, igualmente extáticos.

Al escribirlo no me entretengo en los significantes demasiado, pues quiero que sean poseídos, que se halle antes el significado que las palabras, en un refugio de montaña; que suena bonito y que me perdone el Sr. Kafka (tan grande como lacerante).



"En general –
escribió Kafka en 1904 a su amigo Oskar Pollak -, creo que sólo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros. Eso es lo que creo”

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