lunes, 12 de agosto de 2024

LA BELLA DURMIENTE


Érase una vez un hombre dormido, ¿o estaba ciego?, una mujer dormida, ¿o estaba ciega? Algunos rayos de luz se colaban a través de la persiana que no estaba bajada del todo, las partículas de polvo danzaban en los haces luminosos. Ella, la mujer que dormía, abrió los ojos todavía sin ver. Alargó su mano y comprobó que no estaba sola. El hombre dormido pestañeo y respiró más profundamente. Ella se levantó, miró a su alrededor. No recordaba cuánto tiempo había estado en aquel lugar que hasta ese momento parecía no haber existido. Fue como una revelación: “un año y tres meses”. Parecía que todos los objetos de la habitación comenzaban a vibrar despertándose de su letargo, como si estuvieran allí para formar parte de la vida de ella, de ¿ellos? Al pensar esto, se sintió cansada otra vez y volvió a tumbarse en la cama mirando hacia la lámpara blanca del techo de la habitación. Inspirar, espirar. Cerro los ojos de nuevo para evitar girarse hacia el hombre dormido y volver a sumergirse en un profundo sueño sin voz. Quería salir de allí, no solo de esa habitación, si no de la casa, de la ciudad, de la faz de la tierra, del universo entero. Quería aniquilar esa sensación que se le pudría en los ojos. Mirar para ver, pensó. No estás sola, pensó. Pero ya no hay nadie aquí a tu lado, se dijo. En esta habitación, en esta cama, mintió. Él, el hombre dormido, se levantó todavía medio sonámbulo. No sabía qué hacía en esa habitación dorada por finos haces de luz solar. Volvió la mirada hacia la mujer que yacía dormida en el mismo colchón que él acaba de dejar. Estaba boca arriba. Ádios, le dijo. Me voy de aquí, aunque sea sin ti. Sé que estoy solo ahora. Tú duermes un sueño extraño. Yo aún no sé cómo llamar a eso, pero no lo quiero más. No quiero vivir sin recuerdos. Y mientras dormimos atesoramos instantes vacíos de memoria. Sin conciencia. 

No escribió una nota en el pequeño cuaderno que estaba sobre la mesa, no alargó su mano para despertarla (hubiera sido peligroso). No volvió a hacer nada más por ella, solo dijo en voz alta su nombre (y lo hizo sin querer): "Soledad." Al escuchar su nombre con esa cadencia en la voz del hombre al que amó tanto, ella abrió de nuevo los ojos y se miraron. Se reconocieron más viejos, más cansados. Se reconocieron en la mirada del otro. No sabían cómo harían para recordar, un año y tres meses sin memoria es mucho tiempo. Por más que se esforzaban no conseguían acordarse de nada de ese tiempo. Solo un parón, un cerrar los ojos involuntario y después el sueño profundo. Se seguían queriendo, así que decidieron continuar reconocieron el duelo necesario. La necesaria pérdida. Juntos afrontaron las lágrimas y la ausencia de ellas. Y cuando todo se secó, se oyó un crujido. Afuera los campos amarillos de espigas eran mecidos por el viento. Ella dijo: "Mira. Es hermoso". Él dijo: "Sí. Parece que empiezo a recordar."

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