miércoles, 15 de junio de 2011

EL HOMBRE QUE TENÍA DORMIDA LA RISA

Tengo dormida la risa. Hace meses que nada me hace reír. Una tarde, la risa se me instaló debajo de las sábanas y cuando me levanté no quería salir de allí.

He inventado muchas cosas para despertarla, pero ninguna ha funcionado. La primera vez probé haciéndole cosquillas, pero nada, parece que había dejado de tener. También probé contándole chistes, todos los que me sabía. Ni siquiera se inmutó. La vez siguiente le puse en el DVD una comedia que tenía en casa y no se le escapó ni medio gesto.

El sueño en el que ha caído es tan profundo que nada consigue hacerla volver conmigo. Claro, pensareis que por qué no pruebo con algo tan sencillo como conectar el despertador. Ya he meditado también sobre este asunto, lo descarté. Las alarmas no funcionan con las risas, sería como darle de comer galletas a una planta, en lugar de regarla con agua a menudo.

La risa se enfadó conmigo, por eso se escondió. Siguió tan terca, decididamente enfadada, que empezó a pasarse demasiado tiempo ausente, alejada de mi todo lo que podía. Hasta que dejé de encontrarla.

Sucedió que un día había quedado con un amigo. Él es de risa fácil, aunque a mi su sentido del humor siempre me ha parecido un tanto infantil. Así fue como, sin saberlo yo todavía, el letargo y la posterior pérdida total de mi risa, comenzó. Caminábamos por una zona residencial en las afueras de Madrid cuando escuchamos una conversación ajena, bueno, más bien fue solamente un comentario que salía de un patio que no podíamos ver porque estaba cercado por altos setos. “Martita, cómete lo que te queda antes de levantarte.” Ciertamente era la hora de la comida, sin embargo, habíamos desayunado muy tarde y en ese instante nos dirigíamos de vuelta a la zona de comercios y restaurantes para tomar algo. “Si Martita no se come todo lo que le queda, estoy dispuesto a hacerlo yo por ella.” Dijo mi amigo. No sin cierta afectación le respondí que quizás era algo mayor para compararse con Martita. Desde aquel día, es más, desde aquel momento, no he vuelto a reír ni una sola vez; tampoco he vuelto a ver a mi amigo. Después de pedir el menú del día, no conseguimos entablar conversación. Nos terminamos los platos y salimos del restaurante, nos despedimos y volvimos a casa. “¿Te has dado cuenta de lo ridículo que era ese chiste?” Le comenté a mi risa. Pero estaba cada vez más aturdida y adormilada. Lo achaqué a que era la hora de la siesta y me eché un rato en la cama, en vez de hacerlo en el sillón como acostumbro, para conciliar mejor el sueño. Fue al despertarme cuando intenté volver a trabar conversación con mi risa, cada vez menos risueña. “Parecía que se burlaba de aquella familia que ni siquiera había podido reparar en nuestra presencia”, le seguí contando en vano. Entonces, queriendo olvidar el sabor a moralina que yo mismo estaba creando entre mi risa y yo, me esforcé en conquistarla de nuevo, esta vez de forma más ligera: esbozaría una sonrisa. Todo lo que me salió fue una extraña mueca que hacía que mis labios se estirasen apretados, con las comisuras rozándome las orejas hacia ambos lados de la cara. Fui rápidamente a buscar la risa en el espejo. Aquel reflejo sólo me devolvía un entrecejo fruncido y dos manos tirando de los mofletes, dejando las marcas de los dedos a su paso por la piel.

Fueron pasando los días y por más que mis compañeros bromeaban y decían cosas bastante graciosas, mi risa no se despertaba. Renegado del placer de una sonrisa, emprendí todas las artimañas que se me ocurrieron para despertarla. Como ya os he contado antes, fracasé. Sin querer, mi vida se había vuelto gris. Mis pupilas habían perdido su habitual vivacidad y se movían por el iris como dos peces pequeños y perdidos nadando por las aguas turbias y algo densas de un pantano. Al mirar las ramas de los árboles mecidas por la brisa y las hojas tintineando iluminadas por el sol, siento una especie de añoranza que no logro comprender. Pienso que quizás debería volver a ver a mi amigo, ya que todo empezó cuando estaba con él, por culpa de aquel chiste sin gracia. Acabo de sentir a mi risa, creo notar que ha hecho un mohín de desaprobación. Ella que tiene sus propias normas, no querrá entender palabras tales como “culpa“ o “moral”. Qué se le va a hacer.

Vaya -me dijo mi amigo al verme-, esa gabardina vieja que llevas se parece a mis alfombras, siguen cubriendo el suelo de casa aunque estemos en verano. Ahora me doy cuenta de que debería quitarlas cuanto antes. Hasta entonces no había reparado en mi indumentaria y al mirarme en los cristales de la tienda de ropa que había al lado, sentí un cosquilleo en el paladar y mi risa, que aunque no lo parecía, estaba deseando salir de allí, soltó una carcajada y luego otra, hasta que las lágrimas me brotaron como dos fuentes de los ojos y, al cabo de un rato, me dolía el estómago de tanto reír. Me sentí tan agradecido con mi amigo por haberme devuelto la risa, que no le conté nada de lo sucedido, pero no pude evitar que mis brazos se extendieran hacia él y le dieran un fuerte abrazo. Disfrutamos de la comida, bebimos, seguimos riéndonos de intrascendencias y paseamos bajo un sol espléndido. Por fin había llegado el verano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario