domingo, 3 de abril de 2011

BARCOS DE VELA

Había oido decir que todos los barcos que zarpaban volvían luego, antes del anochecer, al puerto. Esa misma noche soñó con barcos que navegaban las calles de su ciudad que, como por arte de magia, se habían convertido en canales. Él los veía pasar desde lo alto de su ventana. Al principio sólo se atrevía a mirar entre las cortinas que, por la mañana, dejaban atravesar casi toda la luz dentro del cuarto. Al día siguiente celebraban el día de Santa Lucía. Samuel había dicho a su madre que llevaría puesto el gorro del abuelo, que era un gorro de marinero. La madre había aceptado su excentricidad, no sin advertirle que todavía le quedaría grande y seguramente le taparía los ojos. Pero él no la había creído porque pensaba que intentaba disuadirle de su idea, haciéndole creer que era más pequeño de lo que realmente era. Llevaría puesto el gorro de marinero o no iría a la fiesta.



Cuando se despertó se aseguró, lo primero, de mirar bien por la ventana, aunque desde su casa nunca se había visto el mar. Ni siquiera se veía el muelle.



Tuvo que esperar hasta que se hizo de noche para ver los barcos en el puerto. Todos los niños llevaban en las manos barquitos de papel y los adultos que los acompañaban portaban velas finas y alargadas de cera blanca. Las farolas alumbraban las calles y al llegar al puerto creaban reflejos sobre el agua del mar, tranquila, a esa hora del día. Amarrados al muelle, los barcos dormían y parecían mucho más grandes por las sombras deformadas y enormes que proyectaban. La celebración empezó en la orilla, donde todos fueron depositando los barquitos de papel, suficientemente grueso para soportar el peso de las velas encendidas. Incontables lucecitas flotaban sobre el agua como luciérnagas, iluminando el interior de los barcos de papel.



Fue una noche inolvidable para todos los que asistieron, pero sobre todo para los niños como Samuel, que aquella noche volvió a tener otro sueño. Aquellas luces, suspendidas sobre el agua como falolillos en el aire, llegaban hasta el horizonte y luego, atravesaban todos los mares hasta arribar a unas calles, que en su sueño, eran cruzadas por canales de verdad. También era de noche todavía. Cuando los niños de aquella ciudad se despertaron y salieron de sus casas para ir al colegio, descubrieron que un montón de trozos de papel habían aparecido delante de sus puertas. En todos había algo escrito pero estaban demasiado lejos como para leerlo. Se acercaron hasta ellos para ver que era. Uno de los chavales se quitó rapidamente la mochila y alargando las manos todo lo que pudo hasta el agua, cogió lo que era un barquito de papel, en él estaba escrito el nombre de un niño. Ponía, exactamente, “Samuel”.

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