sábado, 18 de diciembre de 2010

LAS MÁSCARAS


"Fuego Eternamente Vivo" (Mir, Verano 2010)

Salimos de allí despavoridos, como si aquellos rostros que estaban esculpidos en madera nos estuvieran mirando con sus ojos fijos y pretendieran revelarnos algo desconocido acerca del tiempo que se vertebraba en sus anillos. Miramos hacia atrás cuando ya estábamos lo suficientemente lejos y todas esas máscaras habían desaparecido. Lo que vimos después fue un tren que partía relinchando sobre unas vías que antes no estaban y que dejaron tras de sí la visión de un paisaje recién nacido que parecía eterno.

Eran las cuatro de la tarde, o eso marcaban nuestros relojes. La playa era inmensamente bella, salvaje y solitaria. Permanecimos callados mirando el horizonte y la arena era tan suave que nos quitamos los zapatos y nos acercamos a la orilla como si siempre hubiera sido sencillo caminar descalzos. El bramido del tren se había perdido en la distancia y sólo se escuchaba el rumor de las olas transmutándose las unas en las otras al rítmico son de la marea.

Por un momento nos miramos a los ojos y sin decir palabra comenzamos a atar los cabos sueltos de la barcaza y, cuando todo estuvo preparado, nos lanzamos a la mar. De vez en cuando oíamos chillar a las gaviotas por encima de nosotros y las veíamos alejarse hacia un puerto escondido tras una espesa bruma. No había capitán en el barco, pero tampoco nos faltaba, pues el timón se dejaba llevar por los designios del viento.

Pasado un buen rato, nos preguntamos cuánto nos habríamos alejado de la costa y echamos un vistazo a los relojes en vano: habían dejado de funcionar, seguían siendo las cuatro. En el interior del barco encontramos a duras penas una radio que sintonizaba la frecuencia con otra, la del faro. Supimos entonces que nos hallábamos solos en un radio de cincuenta millas en el Mar Egeo y que aunque el tiempo no nos serviría como lo hacía habitualmente, su climatología era propicia para la navegación. Oswald se despidió, no sin advertirnos antes que pronto perderíamos la conexión y no podría servirnos de guía.

Creímos ver la luz de la sirena del faro, pero al mismo tiempo escuchamos un sonido que parecía proceder no tanto de aquella luz artificial ni de ningún otro barco, si no de las mismas entrañas ultramarinas. Fue así como dirigimos la mirada hacia el oscuro fondo y creímos rescatar un tintineo de escamas doradas que se movían junto con otros brillantes filamentos de colores claramente subacuáticos. Aquel misterio se nos quedó prendido en las retinas y como dos sonámbulos de la noche nos arrojamos sobre las frías aguas, viendo aparecer alrededor nuestro las cabezas de unas trémulas nadadoras de torsos desnudos que tomaban grandes impulsos sobre sus colas de pez gigante: no podían ser otros que aquellos seres mitológicos de los que se guardó Ulises atándose a un palo.

Mientras ellas seguían cantando de esa forma tan peligrosamente envolvente como enigmática, nos sentíamos desvanecer, pero algo mayor que aquellas voces nos sostenía siempre sobre la superficie, como si el mar hubiera decidido hacerse balsa. Quisimos reaccionar, subir a la cubierta del barco, pero algo también superior a nuestra voluntad nos lo impedía. Pasamos la noche entera en aquel estado, entre el sueño y la vigilia (“Soy un suceso. No tengo otra silueta que el cambio”-1-). Hasta que la mañana siguiente nos despertó con una luz precaria que quería colarse por las rendijas de la entrada a la cueva oscura en la que nos hallábamos.

Tardamos mucho en ubicarnos, la vista no alcanzaba a ver nada hasta que los ojos se acostumbraron a la penumbra y pudimos comprobar que no estábamos solos. Junto a nosotros habían otros cuerpos igualmente tumbados y también había otros hombres de pie, ataviados con túnicas y del todo despiertos, parecían supervisar lo que fuera que fuese todo aquello.

Poco a poco fui saliendo del estado de letargo y varias geografías vinieron a situarme: la Isla de Samos estaba cerca, y Focea, Hierápolis, Acaraca, ¡el Templo de Apolo! Entendí que aquellos hombres erguidos eran sacerdotes y nosotros, los que yacíamos inmóviles en posición fetal éramos iniciados; los iniciados en la incubación.

“Así es como funcionan las repeticiones. Se borran las diferencias, se mezcla una cosa con la otra. Sólo se puede explicar hasta cierto punto porque, en realidad, tiene que ver con otro tipo de conciencia. Y así se ve uno enfrentado a una elección aparente. Entre retroceder y alejarte o dejar que te lleven”.
(En los Oscuros Lugares del Saber, Peter Kingsley)

(1) desbordamiento de VAL DEL OMAR (Museo Reina Sofía)

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