martes, 17 de mayo de 2011
LA SOLIDARIDAD EN LA ESPERA
Obra de Luis Berrutti
Quizás en otra vida todo era más fácil y sentirse leve como una pluma llevada por el viento fresco de la mañana sería lo más natural. Hoy me siento anclada con tal fuerza a la tierra que podría compararme con una planta. El sol entra por los cristales, así que no me quejo. Odio los días de grises nubarrones y de lluvia como un alérgico al polen, estornuda en primavera. El tiempo, que nunca fue una preocupación real, comienza a serlo. Cruzada la frontera de los 30, todo parece más y menos probable. En mi caso, la aduana ha sido el miedo, un miedo no injustificado que se ha ido instalando debajo de la almohada, todavía no ha encontrado mi corazón y sé que eso es algo que me honra porque si puedo hacer gala de algo en esta vida, es de mi esencial vocación luchadora: no me rindo así como así. La vida me ha ido enfrentando a acontecimientos duros y no es que crea que soy una persona fuerte, pero sé aminorar la marcha, tener paciencia a fuerza de resistir a una impaciencia, a veces, desorbitada. ¿Fantasmas? Pocos. Casi no quedan. Deben de haberse ido por aburrimiento, ya no se les había perdido nada por aquí.
Tengo una pareja que me quiere, me cuida y me protege, quizás demasiado. Pero como alguna que otra vez he sido muy desprendida con la vida, al principio recibí su confortable protección como un tesoro. Sin embargo, a medida que he ido pasando el tiempo, esto ha terminado creándome cierta dependencia. Una dependencia insospechada, desconocida, inimaginada. Puedo hablar de mi misma con cierta distancia pero con total sinceridad. No veo vergüenza alguna en esto. Sé que todos pretendemos una normalidad inexistente. La normalidad es muy aparente y sólo puede confundirse con comportamientos pautados socialmente, que de forma individual sólo podemos mantener aferrándonos a ella con los dientes apretados. Es decir, su constante radica fundamentalmente, en una mayor voluntad que libre albedrío. O sea, que si existe alguna normalidad verdadera, esa es la del libre albedrío. Sé que puedo estar hablando de mí misma y a la vez, estar hablando en general y, por lo tanto, que mis palabras carecen de un necesario tinte personal, de la intimidad de un diario, pues el secretismo, pasada la adolescencia, se abandona y se contrarresta con la libertad de expresión. Si yo, a estas alturas, soy incapaz de expresar mis pensamientos o siento cobardía por hacerlo, es que algo no anda bien del todo. Confío en el género humano y en la diversidad de vivencias y u, opiniones; en la posibilidad de una convivencia sana con nuestros semejantes. Lo que es lo mismo, confío en las personas, aunque no ciegamente ni por principio. Yo también sufro decepciones o siento cómo la soledad, a veces, me sobrecoge. Pero he conocido a algunas personas que siempre han estado ahí, sin que eso suponga en sí mismo una cualidad, sí que me hace reconocer cierta dignidad tanto en mis semejante como en mí misma: “la solidaridad de la espera” de la que nos habló Berrutti.
Mis inquietudes no son más que pensamientos que han sido pensados, seguramente, una y mil veces. No son nada del otro mundo, lo sé y en eso me siento vinculada con los demás, aunque algunos lo compartan hablando, otros escribiendo y algunos otros no lo hagan, eso sería lo peor de todo. No hay motivo para esconder, o esconderse. A veces, yo misma siento tal necesidad de hablar con alguien y no le encuentro a mi alcance, que lo único que puedo es tener paciencia, esa “solidaridad en la espera” de la que hablábamos con Berrutti. Todos, de una u otra forma, más o menos, tenemos que esperar.
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