II. Supervivencia
“¡Eduardo! No cojas las pinturas del abuelo”. Un día tuve una casa. Los soldados se llevaron al tío Nicanor y arrasaron con las pocas pertenencias que teníamos. Los cuadros del abuelo se vendían bastante bien entre los ricos antes de que estallase la guerra y el dinero que nos quedaba por entonces, lo guardábamos en una caja fuerte, detrás de los libros que papá tenía colocados en varias estanterías de su despacho.
Fue lo primero que tiraron al suelo, los libros que papá había ido atesorando durante sus años como estudiante y profesor. No tardaron en recaudar su botín, que al parecer era a lo que venían. El arresto del tío fue algo circunstancial para los guerrilleros, soldados -para mi no existía todavía diferencia entre unos y otros-. El tío bajó al sótano a por la escopeta, los vio antes que nadie por la ventana del salón. Afuera llovía. La detención del tío duró hasta que terminó la guerra. El abuelo se quedó en la misma casa, no consiguieron convencerle para que se mudara con nosotros. Papá dejó su empleo en la ciudad y cargados con algunos muebles y ropas, que subimos en la parte trasera del carro, nos encaminamos hacia un nuevo hogar.
Todo me resultaba extraño en esa época. El pueblo no podía compararse en nada con la vida urbana que habíamos llevado. Mamá cuidaba de las cosas, daba de comer a las gallinas, ordeñaba la vaca, limpiaba la pocilga y echaba de comer a los marranos. Papá siguió trabajando como maestro después del traslado. El instituto más cercano estaba en Huolai, a sesenta kilómetros del pueblo, pero papá prefirió quedarse trabajando cerca de nosotros, en la escuela.
Es extraño que siendo hijo de profesores, yo no fuera al colegio. Mamá decía que no era necesario, que en casa aprendería todo lo que hacía falta. Pero por el tono indulgente de su voz, sabía que escondía algo. La certeza llegó la misma tarde en que mi padre volvió a casa del trabajo y nos contó que los soldados habían hecho un reconocimiento en la escuela, lo que suponía que buscaban como sabuesos la pista de algún rastro. Todavía nadie estaba seguro de cuál era ese rastro, pero la preocupación se reflejaba en la cara de papá y yo comprendí que estaba en peligro. Desde que el ejército había conseguido el poder llegaban rumores de que aquellos que tenían cualquier tipo de ideología diferente y se atrevían a pensar libremente, seguían siendo castigados; en muchos casos con la muerte. El cura de nuestro pueblo estaba al tanto de todos los movimientos disidentes y, por raro que pareciera, los ayudaba en cuanto podía.
Durante los días que siguieron a la inspección todos estábamos nerviosos y esperábamos ansiosamente a que papá volviera de sus clases. Mamá discutió la posibilidad de que se ausentara unos días, pero finalmente ambos desecharon la idea porque lo único que se habría conseguido habría sido “dar de que hablar“. Todos estaban en el punto de mira y cualquiera que se desmarcase sería sospechoso y no dudarían en arrestarle.
Muchos de los profesores colaboraban con El Partido enviando informes diarios y clasificándolo todo y a todos. Hasta que por fin todo volvió a su aparente normalidad: mi padre había superado la prueba.
Fingir se había convertido en ley de supervivencia para nosotros. Desde lo ocurrido, yo también aprendí qué podía decir y qué no debía mencionar. Por eso, después del verano, mis padres decidieron que ya era lo suficientemente mayor como para ir al instituto. De momento estábamos salvados.
El abuelo siguió pintando. Nos llegaban cartas suyas asiduamente contándonos que vendía sus cuadros a los mismos de siempre y que casi todos estaban contentos con el estado de las cosas. Al tío Nicanor lo siguieron teniendo bajo control después de que saliera de la cárcel, pero un día, sin previo aviso, desapareció. Todos creyeron que había huido y fue entonces cuando el abuelo aprovechó para inventar una falsa afiliación y proteger a su hijo. Sucedió el día en que fue invitado a una convención, delante de todos los presentes afirmó que esperaba que el apátrida de su hijo hubiera sido alcanzado en su huida por una bala. Fue así como terminaron las búsquedas aunque no las intrigas, pero lo que el mundo ignoraba era que el tío permanecía escondido en la misma casa de quien había hecho pública aquella declaración, el abuelo.
Mamá les llamaba cuando podía y fue el mismo tío quien le contó la situación, ella no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas del cauce de la herida que seguía abierta.
Durante los primeros años de la posguerra yo me sentía como un puntito en el universo de los mayores, que me parecía demasiado complicado, incluso cuando colaboraba con ellos llevando recados de mamá al cura y estando siempre presente cuando se reunían en la parte de detrás de la iglesia.
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