Avanzaba por una amplia avenida. Los coches pasaban a toda velocidad y ella, como queriendo espantarlos, se los imaginaba como pequeños escarabajos porque no le daban miedo los insectos. Cuando era pequeña solía jugar con ellos, también desenterraba lombrices del barro con un palo en los días de lluvia y en primavera solía recolectar todo tipo de bichos alados como hormigas voladoras, mariposas y también escarabajos voladores; después de ponerlos en tierra firme y hacer con ellos una especie de pelotón, le gustaba ver como todos salían disparados volando en distintas direcciones. Diferente era cuando se trataba de los bichos bola, cuando se acercaba con los dedos para cogerlos, se encerraban en su propio ovillo y entonces, los lanzaba como una canica, con cuidado de no darles ni demasiado fuerte ni demasiado despacio, por una de las pendientes del descampado y los despedía diciéndoles ¡adiós! con la mano mientras rodaban cuesta bajo. Pero, ¿por qué prefería Emilia pensar en escarabajos en lugar de en lo que eran, simples coches? Existen dos alternativas, la primera es que los coches la aburran o hastíen y por eso prefiera pensar en algo que le gusta, y la segunda es más un miedo que otra cosa. Bien, la primera no plantea ningún problema: creemos que es lícito que alguien prefiera divertirse imaginando cosas bonitas que aburriéndose, la segunda nos hace preguntarnos por qué.
Un día, muchos días atrás, Emilia viajaba en el asiento del copiloto cuando notó que algo se reflejaba en el espejo retrovisor. Desvió rápidamente la mirada hacia allí y vio un hada, que medía unos cinco centímetros y llevaba puesto un vestidito verde mientras bailaba en el aire como si estuviese nadando en el fondo del mar. Emilia se quedó petrificada y no supo que decir, el hada se le adelantó y le preguntó qué quería. Emilia se extrañó ante esta pregunta, pues ella no quería nada más que continuar su viaje, pero el hada insistía. Así que Emilia se vio obligada a responder. Quiero ser mayor -dijo entonces. Y al momento sus piernas no cabían en el coche, los brazos se le salían por las ventanillas y le metió un dedo en el ojo sin querer al conductor, su padre. Fue así como terminaron chocándose contra el tronco del segundo árbol con el que se cruzaron y el capó del coche empezó a soltar un humo tan negruzco que no se podía ver nada. Ambos salieron del coche ilesos, pero Emilia nunca pudo volver a montar en coche y le quedó un sentimiento de culpabilidad tan grande que cada vez que veía un coche intentaba desviar su atención hacia cualquier otra cosa. A ser posible que fuera mejor.
¡pobre emilia! ... sólo espero/deseo que se le sigan apareciendo las hadas, porque son las emilias las que nos pueden salvar
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