III. Libertad
Los acantilados, cuántas veces han estado allí quietos, cuántas veces los he recordado y añorado. Las olas rompiendo contra la pared abrupta y en lo alto, el cementerio. Quisiera volver cuanto antes, pero por ahora no puedo: he de seguir recordándolos como fueron en aquel tiempo, retratados en el pincel del abuelo. Todas las noches los visito en secreto antes de dormir. Son mi peculiar Padre Nuestro. María descansa a mi lado. Hace rato que se ha dormido y no quiero despertarla cogiéndole la mano. Pero como si presintiera algo, abre los ojos y me mira, creo que puede imaginar lo que estoy pensando. Le doy la mano, paseamos juntos aquel paisaje y me duermo abrazado a ella. Me queda un largo camino. Quiero volver solo por mis propios pasos ahora que María ha descubierto mi secreto.
Cuánto ha cambiado todo, no las sepulturas. Algunas sí. Me siento en una y hablo en voz alta con Alonso. Abuelo -le digo-, sigue existiendo la misma luz, las mismas rocas, el mismo mar abierto hasta el horizonte que se aleja. Abuelo, descansa en paz, en tu tierra, de la que ahora eres pasto -como suele decirse-. ¿Sabrás encontrar mi nuevo hogar? ¿Vendrás a visitar a la familia? A partir de ahora le libero de mis pensamientos como a las gaviotas que vuelan libres en el cielo gris sobre mis hombros.
Cuando vuelve a ser de día no recuerdo dónde estoy ni cómo he llegado y entonces creo reconocer, como si estuviera desaprendiendo, que creí que venía a buscar algo y en realidad he vuelto a encontrarme conmigo mismo. Nada del paisaje nos pertenece, ni siquiera esta tierra que nos acuna, arrulla y nos mece el viento como al centeno. Podría cerrar los ojos y todo volvería a ser negro, como mientras duermo. Pero algo permanece intacto por un instante. Quizás sean las nubes, compañeras inseparables por su ser efímero, que las hace inhabitables, o las mareas, imposibles de seguir en su fluir eterno e incansable.
lunes, 30 de enero de 2012
lunes, 23 de enero de 2012
SIN ANESTESIA
Yo quiero vivir sin anestesia es lo mismo que decir
quiero darme cuenta
del dolor de la pena de la alegría de la felicidad
quiero encender la linterna y destapar los agujeros llenos de cemento
penetrar y descubrir lo que hay a través o más hacia el centro
descender los peldaños y llegar hasta ese espacio recóndito de mi mente corazón
donde caminaré por subterraneos, quizás grises quizás pintándolos con color
levantarme de mi butaca, abrir las cortinas del decorado
subir las persianas de ciudades escondidas tras las ventanas ya encendidas
Sentiré entonces como cruje el silencio en la punta de mis dedos
y un soplo de viento avivará el fuego de la memoria
con la luna colgando del cielo sempiterna
Quiero atraverme a pisar la arena seca del desierto
y la hierba tibia de los prados
tomar las riendas (si es que hay riendas)
y montar a lomos de un caballo alado
ver los corales del Mar Rojo
sin ser buzo, aunque no pueda mirarlos
¿cuál es la utopia? Me preguntaré entonces ¿esta
o aquella otra a la que sacan lustre los limpiabotas del mundo-mercado?
Si la libertad existe es en última instacia esto:
poder elegir también lo que no es cierto
moneda de cambio la imaginación,
soñar despierto y dormir bien por las noches
poder no tener ni idea de lo que está pasando
pero pasar con ello a lomos de un gigante medio tuerto
La contradicción engendrará nuevas estrellas
que brotarán como ojos abiertos
en el cielo inmenso y vastísimo del universo, en cada átomo
Si todo esto no sirviera de nada ¿para qué?
Finalidad hundida en los pliegues de mis manos
porque si no escribo no vivo
porque si no uno no sabe lo que tiene dentro
aunque eso suponga desvariar a veces
nuevas estrellas están brotando como ojos abiertos
como mirada que se encuentra con otras miradas
como palabras que se ingieren, palabras también habladas.
quiero darme cuenta
del dolor de la pena de la alegría de la felicidad
quiero encender la linterna y destapar los agujeros llenos de cemento
penetrar y descubrir lo que hay a través o más hacia el centro
descender los peldaños y llegar hasta ese espacio recóndito de mi mente corazón
donde caminaré por subterraneos, quizás grises quizás pintándolos con color
levantarme de mi butaca, abrir las cortinas del decorado
subir las persianas de ciudades escondidas tras las ventanas ya encendidas
Sentiré entonces como cruje el silencio en la punta de mis dedos
y un soplo de viento avivará el fuego de la memoria
con la luna colgando del cielo sempiterna
Quiero atraverme a pisar la arena seca del desierto
y la hierba tibia de los prados
tomar las riendas (si es que hay riendas)
y montar a lomos de un caballo alado
ver los corales del Mar Rojo
sin ser buzo, aunque no pueda mirarlos
¿cuál es la utopia? Me preguntaré entonces ¿esta
o aquella otra a la que sacan lustre los limpiabotas del mundo-mercado?
Si la libertad existe es en última instacia esto:
poder elegir también lo que no es cierto
moneda de cambio la imaginación,
soñar despierto y dormir bien por las noches
poder no tener ni idea de lo que está pasando
pero pasar con ello a lomos de un gigante medio tuerto
La contradicción engendrará nuevas estrellas
que brotarán como ojos abiertos
en el cielo inmenso y vastísimo del universo, en cada átomo
Si todo esto no sirviera de nada ¿para qué?
Finalidad hundida en los pliegues de mis manos
porque si no escribo no vivo
porque si no uno no sabe lo que tiene dentro
aunque eso suponga desvariar a veces
nuevas estrellas están brotando como ojos abiertos
como mirada que se encuentra con otras miradas
como palabras que se ingieren, palabras también habladas.
miércoles, 18 de enero de 2012
EMILIA
Avanzaba por una amplia avenida. Los coches pasaban a toda velocidad y ella, como queriendo espantarlos, se los imaginaba como pequeños escarabajos porque no le daban miedo los insectos. Cuando era pequeña solía jugar con ellos, también desenterraba lombrices del barro con un palo en los días de lluvia y en primavera solía recolectar todo tipo de bichos alados como hormigas voladoras, mariposas y también escarabajos voladores; después de ponerlos en tierra firme y hacer con ellos una especie de pelotón, le gustaba ver como todos salían disparados volando en distintas direcciones. Diferente era cuando se trataba de los bichos bola, cuando se acercaba con los dedos para cogerlos, se encerraban en su propio ovillo y entonces, los lanzaba como una canica, con cuidado de no darles ni demasiado fuerte ni demasiado despacio, por una de las pendientes del descampado y los despedía diciéndoles ¡adiós! con la mano mientras rodaban cuesta bajo. Pero, ¿por qué prefería Emilia pensar en escarabajos en lugar de en lo que eran, simples coches? Existen dos alternativas, la primera es que los coches la aburran o hastíen y por eso prefiera pensar en algo que le gusta, y la segunda es más un miedo que otra cosa. Bien, la primera no plantea ningún problema: creemos que es lícito que alguien prefiera divertirse imaginando cosas bonitas que aburriéndose, la segunda nos hace preguntarnos por qué.
Un día, muchos días atrás, Emilia viajaba en el asiento del copiloto cuando notó que algo se reflejaba en el espejo retrovisor. Desvió rápidamente la mirada hacia allí y vio un hada, que medía unos cinco centímetros y llevaba puesto un vestidito verde mientras bailaba en el aire como si estuviese nadando en el fondo del mar. Emilia se quedó petrificada y no supo que decir, el hada se le adelantó y le preguntó qué quería. Emilia se extrañó ante esta pregunta, pues ella no quería nada más que continuar su viaje, pero el hada insistía. Así que Emilia se vio obligada a responder. Quiero ser mayor -dijo entonces. Y al momento sus piernas no cabían en el coche, los brazos se le salían por las ventanillas y le metió un dedo en el ojo sin querer al conductor, su padre. Fue así como terminaron chocándose contra el tronco del segundo árbol con el que se cruzaron y el capó del coche empezó a soltar un humo tan negruzco que no se podía ver nada. Ambos salieron del coche ilesos, pero Emilia nunca pudo volver a montar en coche y le quedó un sentimiento de culpabilidad tan grande que cada vez que veía un coche intentaba desviar su atención hacia cualquier otra cosa. A ser posible que fuera mejor.
lunes, 16 de enero de 2012
LOS ACANTILADOS
II. Supervivencia
“¡Eduardo! No cojas las pinturas del abuelo”. Un día tuve una casa. Los soldados se llevaron al tío Nicanor y arrasaron con las pocas pertenencias que teníamos. Los cuadros del abuelo se vendían bastante bien entre los ricos antes de que estallase la guerra y el dinero que nos quedaba por entonces, lo guardábamos en una caja fuerte, detrás de los libros que papá tenía colocados en varias estanterías de su despacho.
Fue lo primero que tiraron al suelo, los libros que papá había ido atesorando durante sus años como estudiante y profesor. No tardaron en recaudar su botín, que al parecer era a lo que venían. El arresto del tío fue algo circunstancial para los guerrilleros, soldados -para mi no existía todavía diferencia entre unos y otros-. El tío bajó al sótano a por la escopeta, los vio antes que nadie por la ventana del salón. Afuera llovía. La detención del tío duró hasta que terminó la guerra. El abuelo se quedó en la misma casa, no consiguieron convencerle para que se mudara con nosotros. Papá dejó su empleo en la ciudad y cargados con algunos muebles y ropas, que subimos en la parte trasera del carro, nos encaminamos hacia un nuevo hogar.
Todo me resultaba extraño en esa época. El pueblo no podía compararse en nada con la vida urbana que habíamos llevado. Mamá cuidaba de las cosas, daba de comer a las gallinas, ordeñaba la vaca, limpiaba la pocilga y echaba de comer a los marranos. Papá siguió trabajando como maestro después del traslado. El instituto más cercano estaba en Huolai, a sesenta kilómetros del pueblo, pero papá prefirió quedarse trabajando cerca de nosotros, en la escuela.
Es extraño que siendo hijo de profesores, yo no fuera al colegio. Mamá decía que no era necesario, que en casa aprendería todo lo que hacía falta. Pero por el tono indulgente de su voz, sabía que escondía algo. La certeza llegó la misma tarde en que mi padre volvió a casa del trabajo y nos contó que los soldados habían hecho un reconocimiento en la escuela, lo que suponía que buscaban como sabuesos la pista de algún rastro. Todavía nadie estaba seguro de cuál era ese rastro, pero la preocupación se reflejaba en la cara de papá y yo comprendí que estaba en peligro. Desde que el ejército había conseguido el poder llegaban rumores de que aquellos que tenían cualquier tipo de ideología diferente y se atrevían a pensar libremente, seguían siendo castigados; en muchos casos con la muerte. El cura de nuestro pueblo estaba al tanto de todos los movimientos disidentes y, por raro que pareciera, los ayudaba en cuanto podía.
Durante los días que siguieron a la inspección todos estábamos nerviosos y esperábamos ansiosamente a que papá volviera de sus clases. Mamá discutió la posibilidad de que se ausentara unos días, pero finalmente ambos desecharon la idea porque lo único que se habría conseguido habría sido “dar de que hablar“. Todos estaban en el punto de mira y cualquiera que se desmarcase sería sospechoso y no dudarían en arrestarle.
Muchos de los profesores colaboraban con El Partido enviando informes diarios y clasificándolo todo y a todos. Hasta que por fin todo volvió a su aparente normalidad: mi padre había superado la prueba.
Fingir se había convertido en ley de supervivencia para nosotros. Desde lo ocurrido, yo también aprendí qué podía decir y qué no debía mencionar. Por eso, después del verano, mis padres decidieron que ya era lo suficientemente mayor como para ir al instituto. De momento estábamos salvados.
El abuelo siguió pintando. Nos llegaban cartas suyas asiduamente contándonos que vendía sus cuadros a los mismos de siempre y que casi todos estaban contentos con el estado de las cosas. Al tío Nicanor lo siguieron teniendo bajo control después de que saliera de la cárcel, pero un día, sin previo aviso, desapareció. Todos creyeron que había huido y fue entonces cuando el abuelo aprovechó para inventar una falsa afiliación y proteger a su hijo. Sucedió el día en que fue invitado a una convención, delante de todos los presentes afirmó que esperaba que el apátrida de su hijo hubiera sido alcanzado en su huida por una bala. Fue así como terminaron las búsquedas aunque no las intrigas, pero lo que el mundo ignoraba era que el tío permanecía escondido en la misma casa de quien había hecho pública aquella declaración, el abuelo.
Mamá les llamaba cuando podía y fue el mismo tío quien le contó la situación, ella no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas del cauce de la herida que seguía abierta.
Durante los primeros años de la posguerra yo me sentía como un puntito en el universo de los mayores, que me parecía demasiado complicado, incluso cuando colaboraba con ellos llevando recados de mamá al cura y estando siempre presente cuando se reunían en la parte de detrás de la iglesia.
“¡Eduardo! No cojas las pinturas del abuelo”. Un día tuve una casa. Los soldados se llevaron al tío Nicanor y arrasaron con las pocas pertenencias que teníamos. Los cuadros del abuelo se vendían bastante bien entre los ricos antes de que estallase la guerra y el dinero que nos quedaba por entonces, lo guardábamos en una caja fuerte, detrás de los libros que papá tenía colocados en varias estanterías de su despacho.
Fue lo primero que tiraron al suelo, los libros que papá había ido atesorando durante sus años como estudiante y profesor. No tardaron en recaudar su botín, que al parecer era a lo que venían. El arresto del tío fue algo circunstancial para los guerrilleros, soldados -para mi no existía todavía diferencia entre unos y otros-. El tío bajó al sótano a por la escopeta, los vio antes que nadie por la ventana del salón. Afuera llovía. La detención del tío duró hasta que terminó la guerra. El abuelo se quedó en la misma casa, no consiguieron convencerle para que se mudara con nosotros. Papá dejó su empleo en la ciudad y cargados con algunos muebles y ropas, que subimos en la parte trasera del carro, nos encaminamos hacia un nuevo hogar.
Todo me resultaba extraño en esa época. El pueblo no podía compararse en nada con la vida urbana que habíamos llevado. Mamá cuidaba de las cosas, daba de comer a las gallinas, ordeñaba la vaca, limpiaba la pocilga y echaba de comer a los marranos. Papá siguió trabajando como maestro después del traslado. El instituto más cercano estaba en Huolai, a sesenta kilómetros del pueblo, pero papá prefirió quedarse trabajando cerca de nosotros, en la escuela.
Es extraño que siendo hijo de profesores, yo no fuera al colegio. Mamá decía que no era necesario, que en casa aprendería todo lo que hacía falta. Pero por el tono indulgente de su voz, sabía que escondía algo. La certeza llegó la misma tarde en que mi padre volvió a casa del trabajo y nos contó que los soldados habían hecho un reconocimiento en la escuela, lo que suponía que buscaban como sabuesos la pista de algún rastro. Todavía nadie estaba seguro de cuál era ese rastro, pero la preocupación se reflejaba en la cara de papá y yo comprendí que estaba en peligro. Desde que el ejército había conseguido el poder llegaban rumores de que aquellos que tenían cualquier tipo de ideología diferente y se atrevían a pensar libremente, seguían siendo castigados; en muchos casos con la muerte. El cura de nuestro pueblo estaba al tanto de todos los movimientos disidentes y, por raro que pareciera, los ayudaba en cuanto podía.
Durante los días que siguieron a la inspección todos estábamos nerviosos y esperábamos ansiosamente a que papá volviera de sus clases. Mamá discutió la posibilidad de que se ausentara unos días, pero finalmente ambos desecharon la idea porque lo único que se habría conseguido habría sido “dar de que hablar“. Todos estaban en el punto de mira y cualquiera que se desmarcase sería sospechoso y no dudarían en arrestarle.
Muchos de los profesores colaboraban con El Partido enviando informes diarios y clasificándolo todo y a todos. Hasta que por fin todo volvió a su aparente normalidad: mi padre había superado la prueba.
Fingir se había convertido en ley de supervivencia para nosotros. Desde lo ocurrido, yo también aprendí qué podía decir y qué no debía mencionar. Por eso, después del verano, mis padres decidieron que ya era lo suficientemente mayor como para ir al instituto. De momento estábamos salvados.
El abuelo siguió pintando. Nos llegaban cartas suyas asiduamente contándonos que vendía sus cuadros a los mismos de siempre y que casi todos estaban contentos con el estado de las cosas. Al tío Nicanor lo siguieron teniendo bajo control después de que saliera de la cárcel, pero un día, sin previo aviso, desapareció. Todos creyeron que había huido y fue entonces cuando el abuelo aprovechó para inventar una falsa afiliación y proteger a su hijo. Sucedió el día en que fue invitado a una convención, delante de todos los presentes afirmó que esperaba que el apátrida de su hijo hubiera sido alcanzado en su huida por una bala. Fue así como terminaron las búsquedas aunque no las intrigas, pero lo que el mundo ignoraba era que el tío permanecía escondido en la misma casa de quien había hecho pública aquella declaración, el abuelo.
Mamá les llamaba cuando podía y fue el mismo tío quien le contó la situación, ella no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas del cauce de la herida que seguía abierta.
Durante los primeros años de la posguerra yo me sentía como un puntito en el universo de los mayores, que me parecía demasiado complicado, incluso cuando colaboraba con ellos llevando recados de mamá al cura y estando siempre presente cuando se reunían en la parte de detrás de la iglesia.
miércoles, 11 de enero de 2012
LA ESPERA
GAVIOTAS
Flota en tu memoria un hilo de seda roja
se rompen los cristales y el silencio explota
Cuando buscas en la noche
lo que el día esconde
imaginas cuervos acechando
como un signo de despedida
Claros horizontes esperan
ardiendo las calaveras
enmarañados sin razones
retrocedemos sin piedra certera
Como si no bastasen los ojos
las miradas, los pasos
transeúntes, corazones
entrañas y sabores.
Mañana el cielo azul se llena de gaviotas que vuelan lejos y alto.
miércoles, 4 de enero de 2012
BROTES DE HIERBA
Insignificantes brotes de hierba como pequeños latidos
latitudes inmensas en su distancia infranqueable
oquedades, fisuras vértebra por vértebra
cuerpo humano divagante y divagado
recorrido de tus manos por el volante de la autopista
abrazos y sonrisas, navidades de desparpajo
ausencias terribles, cenizas
Tiembla la tierra al son de un tambor
mi corazón a veces triste y alegre al mismo tiempo
agridulce almanaque de reliquias:
pequeños cristales de colores tallados por el agua marina
formando un prisma de luz
avenida de desengaños, dejemos de engañarnos
“vaya a saber uno lo que sabe/ para…”
aferrarnos a esta vida, una sola
por cada uno de nosotros.
“La muerte es siempre una sorpresa inútil” (Siempre una sorpresa, M. Benedetti)
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