Las manos le sudaban sobre el volante y mezclado con el olor a plástico caliente, hizo que le subiera una arcada. En el bar de al lado estaban friendo huevos, lo que le trajo a la memoria la tierra ardiente de Lanzarote, en la que el agua hervía y los huevos también se freían. Los camellos ... Bueno, los camellos tienen muy mala leche. Dejemos el olor a camello para otro día.
A pesar de todo, un inconfundible olor dulce y seco se desprendía de los polvos de maquillaje haciéndole sentir, si no el ambiente, a sí misma, refrescada y limpia. Como el aire helado que salía por los conductos de ventilación del coche, que había pasado la ITV recientemente y le habían cambiado los filtros. Así que olía a plástico nuevo, como cuando abrimos un balón de playa envasado al vacío. Además estaban las ruedas, que al frenar en el primer semáforo en rojo, chirriaron, devolviendo al exterior lo que era suyo: un olor a quemado característico de la goma de los neumáticos vibrando contra el asfalto. A través de la ventanilla, el retrovisor devolvió un rayo de sol descompuesto en los colores del espectro como hierba mojada y cielo despejado. Un buen presentimiento. No recordaba haber guardado su barra de labios en el bolso. Mejor, así no se derretiría.
La leña seguía ardiendo en la chimenea, creando un ambiente de cojines mullidos en el comedor. Un vecino interrumpió el confort de la escena invernal situada en el trópico de Capricornio, para alertarle de que la hoguera de su hogar estaba metiéndose en forma de humo por la chimenea de la casa de al lado. De acuerdo -concluyó. Consultaré a un técnico mañana en cuanto pueda. Hasta luego.
Su pelo, cortado a trasquilones, pretendía eludir aquello que había caído sobre sus pies oliendo a ramas secas; en realidad, carente de olor peculiar alguno. Se trataba de uno de esos olores que lo impregnan todo por igual, camuflando bajo él los detalles de cualquier otro aroma. A ella le asustaba aquella capacidad multitudinaria de cubrirlo todo.
Dos días después se deshizo en explicaciones para su vecino, y cuando volvió a entrar y se dirigía al baño, encontró un charquito en el suelo que olía a algodón dulce, como si La chica del sueño se hubiera derretido allí mismo.
Sin estar seguro de lo que limpiaría, cogió la fregona y lo secó. Las tiras amarillas se impregnaron de una simpatía desconocida que hacía bailar las baldosas, destapando con su monzón un aroma a cuerpos fósiles de conchas y caracolas y un olor anaranjado a caballito de mar. Uno consiguió saltar hasta su hombro, le descubrió por el espejo; a penas medía cinco centímetros, pero trompeteaba vainillas, mandarinas de la China, limón con crema y canelas que le recordaron la tienda de jabones naturales que estaba al doblar la esquina de la casa en la que vivía la mujer de los vaqueros raídos, situada en la estación del trópico de Cáncer.
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