A pesar de que es verano, su tez sigue siendo pálida. Llama la atención verle tumbado en la toalla, bajo la sombrilla, totalmente vestido. Nunca le gustó la playa. Y menos bañarse en el mar. Las piscinas tampoco son de su agrado. Siempre lo ha dicho: “el agua, mejor envasada”. La primera vez que escuché aquella frase, me hizo gracia. “Mejor no preguntar “, pensé,” no vaya a ser que se rompa algún dique”. Él asegura que sabe nadar perfectamente, pero después de siete años, empiezo a tener serias dudas. Me he apostado con él un viaje a Pekín: el primero que vea esta noche una estrella fugaz pedirá un deseo al otro. Hoy es doce de agosto, hay lluvia de estrellas. Tenemos una vista privilegiada desde el porche de la casa, lejos del pueblo; bastará con apagar todas las luces.
Son las ocho de la tarde. La puesta de sol es espléndida, por algo le llaman a este lugar la Costa de la Luz. Recogemos los bártulos y subimos por la duna. Ya en la calzada miro hacia atrás para despedirme del faro hasta mañana. Hoy prefiere conducir Jorge de vuelta. Miro el paisaje a través de la ventanilla, es amarillo, seco. Sólo el pinar verdea a lo lejos. Torcemos en la primera curva a la izquierda y escucho el ladrido de Mora que nos espera tras la verja. La saco a dar un paseo mientras él se da una ducha. Mora lo olfatea todo con impaciencia y, de vez en cuando, me mira con sus ojos húmedos de perro. Está contenta. Mañana la llevaremos con nosotros a la playa. Cuando volvemos, la mesa está puesta.” Hoy cenaremos afuera”, anuncia Jorge con tono triunfal desde la ventana de la cocina. Huele de maravilla. Está cocinando un pollo al curry con arroz. Si puede, evita comer pescado. Es una aprensión que le viene de niño. A su padre le gustaba ir de pesca todos los veranos e insistía en que su único hijo le acompañara. Él rezaba para que los peces no picaran. Odiaba verlos ensartados en el anzuelo, boqueando luego en la cesta. “Y al volver a casa mi madre los asaba y nos los comíamos”, me había contado Jorge horrorizado. Todo lo que sé de su familia ha sido a través de él. Sus padres fallecieron antes de que nos conociéramos. Tampoco he visto fotografías suyas. Las rompió todas después del accidente -se culpaba a sí mismo por seguir viviendo-. Apuro mi plato pensando en cómo habría sido la relación con mis suegros. Me hubiera gustado conocerles. Al salir de mis cavilaciones me doy cuenta de que Jorge me está mirando. Le sonrío. Falta poco para que se haga noche cerrada, el cielo es azul marino. “Apaga la luz”, le pido. Mora se arrebulla a nuestros pies. Casi puedo oír nuestra respiración. Siento mi cuerpo, la energía acumulada durante el día de playa y el sosiego que llega. El aire roza la piel quemada. Los últimos resquicios de luz solar han desaparecido y la vista se ha acostumbrado a la oscuridad. Vamos hasta el jardín para evitar cualquier obstáculo sobre nuestras cabezas. Hemos dejado las sillas donde estaban. Nos tumbamos en el césped.
No se pueden contar, nunca me ha gustado enumerarlas. Son tantas, tan lejanas y brillantes… Forman una bóveda universal. “Soy un puntito en el universo”, declara Jorge. Mucho más arriba, otro puntito más blanco se precipita dejando atrás su estela. “¡Acabo de ver una!”, anuncio contenta. A esta le sigue otra y luego otra más; una tercera. Permanecemos mirando el espectáculo un buen rato. “Creo que te debo un deseo”, me dice Jorge cariñosamente. “Volvamos a la playa”, le contesto. “Mi deseo está escondido bajo el agua”. Nos besamos. Es un beso escurridizo el suyo. Veo la silueta negra de su cara y sus ojos redondos que me observan con asombro. “Sé que no te gusta, pero no es para tanto”, intento convencerle.
Caminamos en silencio durante media hora. Veo el faro por segunda vez el mismo día. El haz de luz cruza sobre nosotros y nos deslumbra. Ahora habitamos un espacio de luz intermitente. “No pienso meterme en el agua”, dice Jorge. “Sólo acércate a la orilla. He traído la cámara. Una fotografía y nos vamos. Quiero ver el mar bañando tus pies. Vamos, es sólo agua.” Parece que va a acceder. Se dirige hacia las olas. Pulso el botón de encendido. Su expresión se ha relajado, aunque quizás demasiado: es un poco anodina. Su mirada no transmite nada. Su piel también es distinta: parece más brillante. “¿Estará sudando?” Me pregunto. Separa los labios. Los vuelve a cerrar. “Ahí está bien, no te muevas. Pareces un pez fuera del agua”, bromeo. “Es lo que soy”, corrobora, “tú lo has dicho: un pez fuera del agua.” Disparo. “¡Misión cumplida! Te debo un viaje”, anuncio. Me acerco hasta él. “Venga, ya puedes alejarte del agua”, le animo. Se ha quedado inmóvil. Una lágrima corre por su mejilla. “Estás llorando.” No me responde. “Venga, lo siento. Vámonos. No volveré a pedirte nada parecido. Lo prometo. Romperé la foto.” Mientras nos alejamos del mar, seco su llanto con mis manos y noto algo quebradizo en su cara, como si sus lágrimas hubiesen cristalizado. Las retiro extrañada e intento mirarlas. Algo se me ha quedado adherido. Un coche pasa de largo por la carretera. Entonces puedo verlo: son escamas.
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