Esta es la historia de Peter, aunque no será él quien nos la cuente. Por motivos que el lector descubrirá pronto, Peter no puede ser el narrador de su propia historia.
Eran mediados de noviembre. Las hojas se desprendían abatidas y viejas de las ramas de los árboles. El parque estaba desierto a aquella hora; no únicamente el parque, Peter también estaba allí solo. Miraba el paisaje que le rodeaba, reducto de naturaleza en la ciudad. No era como estar en mitad del campo, desde luego, había una gran diferencia: el aire frío que entraba en sus pulmones no dejaba de ser aire contaminado y sentía el tráfico y las edificaciones demasiado cerca.
Desde la muerte de su madre, Peter no había hablado con nadie. De eso hacía ya tres meses. Había vivido con ella desde que el tiempo era tiempo. No tenía hermanos y su padre les había abandonado cuando él era sólo un crío. Ni siquiera recordaba su cara. Tras su muerte, la madre le había dejado aquel piso enorme que era su casa. Permaneció sin salir de allí hasta que el sol se escondió tras unos nubarrones que descargaban, de vez en cuando, grandes gotas de lluvia con fuerza contra los cristales. Había ido tirando con las reservas de comida que quedaban en latas de conserva y botes, en el congelador y en el frigorífico. El dinero no le faltaba pero no sabía cómo podría vivir, de todas formas, sin la única persona que había conocido. Conservaba fotografías de ella posando en los distintos sitios a los que habían ido a pasar las vacaciones: París, Praga, Pekín, Estambul … Su madre siempre lo había organizado todo. ¿A dónde iría él de ahora en adelante? Además, tenía el problema añadido de las palabras: se le habían escondido en un lugar recóndito que, por más que lo intentaba, no lograba descifrar.
Abrió el cajón de la mesita de su habitación con la esperanza de que las imágenes de las fotografías le devolverían impresiones que podría convertir en palabras: nombres de ríos, adjetivos bonitos, verbos. Sobre todo quería encontrar las acciones pertinentes. Las imágenes volaban como aves migratorias aleteando ante sus ojos y pronto desaparecían de su vista para continuar su viaje hacía tierras cálidas, sin dejar ni rastro en el cielo de sus párpados.
Se le ocurrió entonces que quizás podría dibujar la materia de la que estaba hecha su memoria y salió a la calle para hacer unas compras. Entró en la tienda de manualidades de la Plaza de San Antonio y pronto se dio cuenta de que había olvidado cómo se traducían los colores a palabras. Instintivamente comenzó a señalarlos sobre los estantes como si fuera mudo de nacimiento o tan sólo un niño chico. La dependienta fue cogiendo uno tras otro el amarillo, el marrón, rojo, naranja, verde, azul, negro … Cuando Peter creyó que eran suficientes hizo un gesto en el aire con la mano y la dependienta le enseñó la cuenta del ticket, que había expendido la máquina registradora. Le dio unas cuantas monedas y se fue.
De ahora en adelante tendría que convivir con imágenes y su propio silencio, pero él no podía saberlo porque no acertaba las palabras… “Silencio”. “Imágenes”. “Convivir”. Y además estaban los nexos y las conjunciones como “que” e “y”. Se puso manos a la obra y dibujó ramilletes de flores, bodegones de frutas y botellas, desnudos después, marinas, paisajes otoñales. Sobre todo dibujó paisajes otoñales, ya que cuando salía a dar paseos por la calle era lo que veía.
Una mañana, quizás por error, entró en el portal de un piso que no conocía. En una de las puertas del bajo había un letrero que decía: “Taller de Escritura”. Cruzó el umbral como un sonámbulo y cuando quiso darse cuenta de lo que hacía se encontró con la cara de una chica muy sonriente, que le preguntaba: ¿Necesita información? Sí, exactamente, eso es lo que necesito por encima de todas las cosas -se dijo a sí mismo-, pero sólo acertó a hacer un gesto afirmativo de cabeza. La chica le tendió un folleto donde se explicaban los contenidos y los horarios del taller. Leía. Peter estaba leyendo. Al fin y al cabo, las palabras no se habían ido tan lejos; allí estaban, escritas en un folleto, en la boca de aquella mujer. Casi podía rozarlas con la punta de los dedos, pero justo cuando creía que podía nombrarlas ¡puff!, desaparecían sin más dilación. A pesar de consistir en lo que él conocía como consonantes y vocales, a pesar de poder verlas impresas en un papel, no conseguía hacerlas salir de sí mismo. A pesar de oírlas y pensarlas. A pesar de no ser pronunciadas, las palabras vivían. Tienen alas, son como ángeles -pensó- y aquella misma tarde las dibujó. Una alegoría.
Al día siguiente, acudió a su cita en el Taller de Escritura; eran las siete de la tarde y llevaba consigo la Alegoría de La Palabra (no de Dios, se entiende). Se sentó en una de las sillas colocadas en semicírculo y prestó mucha atención a todos los relatos que los compañeros leían. Hasta que llegó su turno. Sin sentir pudor, de pura alegría, sacó de una carpeta grande y negra la pintura y se la mostró. Los comentarios no tardaron y unos decían: “qué colores tan bonitos has elegido”, otros añadían que la atmósfera del cuadro estaba muy lograda y unos pocos, aludían a ciertos matices de las pinceladas y a los toques gráficos, muy sutiles. Peter rebosaba alegría y levantándose de pronto, respondió: Gracias. Y todas aquellas personas, perfectos extraños que no conocían a Peter, no pudieron entender la cantidad de connotaciones que contenía para él aquella simple e importante palabra, pero a Peter no le importó.
- ¡gracias! ... -dijo la lechuza al contemplar el vuelo de la golondrina
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