¿Sentir? ¿Qué quieres que sienta? Primero conquisté el Everest, conseguí subir hasta su cumbre, he recorrido los valles de los Urales y caminado por la arena roja del desierto de Wadi Rum, he sobrevolado en globo la orografía volcánica de Cabo Verde, he visto renos en los bosques de Canadá, comido carne de foca en Groenlandia y he podido sentir la electricidad cósmica propia de las auroras boreales… Tantos lugares que jamás creí que conocería, todavía viven como recuerdos impresos en mi memoria. Ahora, ¿qué quieres que sienta? Poco a poco, ni siquiera sabré el día en el que vivo. Todo empezó sin darme cuenta, olvidé el nombre de mi nieta pequeña, pero los recuerdos más remotos permanecen inquebrantables todavía. Eso me queda. Las malditas pastillas. Lo sé. Sé que tendría que tomarlas… Odio tener que introducir en mi boca unas píldoras de química ajena para salvaguardar, dentro de lo que aún se puede, lo que me pertenece: mi memoria, mis recuerdos. ¿Sabes? Recuerdo también el día en que te conocí, tú estabas sentada debajo del limonero de la casita blanca de tus padres, aunque yo todavía no sabía que era de tus padres. Recuerdo el olor dulce y amargo y ese amarillo brillante que doraba un poco el sol del atardecer. Tu pelo negro remarcaba la silueta de tu rostro y toda tú, también dorada, con el sol del atardecer. Me fijé en tus piernas largas que se extendían por el césped saliendo de una falda blanca y en cómo comías limones, claro. Me pareció encantador que alguien comiera limones así sin más, a bocados como tú lo hacías, mi amor. ¿También perderé este recuerdo? ¿Dime? ¿Esto también se perderá para siempre? Porque tú, sin embargo, no me prestabas ninguna atención. ¿Te acuerdas de que te saludé? Tú miraste hacia mí guiñando los ojos, te molestaba el sol, y me devolviste el saludo. Recuerdo que todavía te chorreaba un poquito de jugo del limón por la comisura de los labios cuando me acerqué para hablar contigo. Te limpiaste de un manotazo. Siempre fuiste tan salvaje… Y ahora, todo esto se perderá. Lo sé. Puede que no vuelva a despertar nunca más de una anestesia que irá confundiendo mis neuronas, haciéndome cada vez más y más dependiente, de ti, de los hijos, de los nietos quizás. Seré un estorbo. ¿Qué no diga eso? Y luego vendrán los cambios de humor, cuando no entienda qué hago en tal sitio o cómo he llegado hasta allí. ¿Quién te comprará limones entonces, mi amor? ¿Cómo volveré a ver el verde magnético de las auroras boreales cambiando a púrpura y volviéndose azul? ¿Quién te contará nuevas aventuras? ¿Quién inventará una historia real mejor que esta que está por venir? Tú, sí, tienes razón, tú lo harás por mí…
martes, 22 de mayo de 2012
¿QUIÉN?
¿Sentir? ¿Qué quieres que sienta? Primero conquisté el Everest, conseguí subir hasta su cumbre, he recorrido los valles de los Urales y caminado por la arena roja del desierto de Wadi Rum, he sobrevolado en globo la orografía volcánica de Cabo Verde, he visto renos en los bosques de Canadá, comido carne de foca en Groenlandia y he podido sentir la electricidad cósmica propia de las auroras boreales… Tantos lugares que jamás creí que conocería, todavía viven como recuerdos impresos en mi memoria. Ahora, ¿qué quieres que sienta? Poco a poco, ni siquiera sabré el día en el que vivo. Todo empezó sin darme cuenta, olvidé el nombre de mi nieta pequeña, pero los recuerdos más remotos permanecen inquebrantables todavía. Eso me queda. Las malditas pastillas. Lo sé. Sé que tendría que tomarlas… Odio tener que introducir en mi boca unas píldoras de química ajena para salvaguardar, dentro de lo que aún se puede, lo que me pertenece: mi memoria, mis recuerdos. ¿Sabes? Recuerdo también el día en que te conocí, tú estabas sentada debajo del limonero de la casita blanca de tus padres, aunque yo todavía no sabía que era de tus padres. Recuerdo el olor dulce y amargo y ese amarillo brillante que doraba un poco el sol del atardecer. Tu pelo negro remarcaba la silueta de tu rostro y toda tú, también dorada, con el sol del atardecer. Me fijé en tus piernas largas que se extendían por el césped saliendo de una falda blanca y en cómo comías limones, claro. Me pareció encantador que alguien comiera limones así sin más, a bocados como tú lo hacías, mi amor. ¿También perderé este recuerdo? ¿Dime? ¿Esto también se perderá para siempre? Porque tú, sin embargo, no me prestabas ninguna atención. ¿Te acuerdas de que te saludé? Tú miraste hacia mí guiñando los ojos, te molestaba el sol, y me devolviste el saludo. Recuerdo que todavía te chorreaba un poquito de jugo del limón por la comisura de los labios cuando me acerqué para hablar contigo. Te limpiaste de un manotazo. Siempre fuiste tan salvaje… Y ahora, todo esto se perderá. Lo sé. Puede que no vuelva a despertar nunca más de una anestesia que irá confundiendo mis neuronas, haciéndome cada vez más y más dependiente, de ti, de los hijos, de los nietos quizás. Seré un estorbo. ¿Qué no diga eso? Y luego vendrán los cambios de humor, cuando no entienda qué hago en tal sitio o cómo he llegado hasta allí. ¿Quién te comprará limones entonces, mi amor? ¿Cómo volveré a ver el verde magnético de las auroras boreales cambiando a púrpura y volviéndose azul? ¿Quién te contará nuevas aventuras? ¿Quién inventará una historia real mejor que esta que está por venir? Tú, sí, tienes razón, tú lo harás por mí…
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario