Venían desde muy lejos. Cualquiera hubiera dicho que venían de las estrellas pues la oscuridad que se mecía en sus pupilas desgastadas era la misma que hubiera visto pasar cien mil noches en vela.
Se acercaron lentamente hasta el pantano con los largos y delgados brazos colgándoles sin fuerza. Yo había decidido pasar aquella noche de verano durmiendo a cielo raso, contemplando las estrellas. Bebieron el agua dulce con sus bocas como animales exhaustos durante toda la noche, aquellos seres cuyo único vestido era su luminosa piel de plata.
Empezó a salir el sol y dejó ver una oquedad horadada donde antes se hallaban las aguas del pantano. La luz de plata que iluminaba sus cuerpos se desvaneció de repente y de la punta de sus dedos comenzaron a brotar menudas plumas azules que pronto les hubieron cubierto por completo. Extendieron sus alas y desaparecieron tras el cielo del amanecer, dejándome a solas con la mirada atónita y perdida entre los árboles del bosque y los primeros trinos de los pájaros.
Hasta el día de hoy no he querido contar a nadie esta historia, pues me habrían tomado por loco. Aunque tampoco supieron explicar en el pueblo como de la noche a la mañana el pantano se había secado. Si me decido entonces a relatar esta experiencia es porque veo que mis días están contados, me he convertido en un hombre viejo. Si hubiera tenido descendencia, quizás habría contado esta historia como si hubiera sido una leyenda, pero no he tenido tiempo. Desde aquella noche clara he pasado los días durmiendo para por la noche permanecer en el hueco de mi ventana, intentando vislumbrar entre las estrellas, cualquier vestigio que me dijera que aún siguen existiendo en algún lugar remoto del espacio aquellos asombrosos seres, hijos de las estrellas.
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