De chaval mi abuelo aprendió, como la mayoría de los niños del pueblo, a hacer el mochuelo. Por eso les llamaban "la dinastía del mochuelo" o, simplemente, mochuelos: entrelazaban sus dedos y poniendo los dos dedos gordos juntos, soplaban entre ellos, abriendo y cerrando las dos manos.
Mi abuelo siempre imitaba el ulular cuando estaba contento y en el campo. Nunca he visto un mochuelo igual a él, con esa sonrisa solar y pícara en sus ojos nocturnos llenos de cielo abierto.
Volar era, para él, tan fácil como subirse a un cerezo para picar sus frutos. Luego decía que habían sido los pájaros y, como si fuéramos simples excursionistas, le dábamos la razón. Mientras, mi abuela le sacudía la camisa y guiñándonos un ojo nos señalaba las plumas huidizas que volaban a nuestro alrededor. A la hora de dormir nos daban las buenas noches, diciéndonos: "hasta mañana, mochuelos". Pero ninguno sabíamos ulular como él.
Lo que sí heredé de él de pequeña fue su gusto por las lombrices. Cogía un palo y, los días de lluvia, las cazaba de entre la tierra mojada y jugábamos a lanzarlas lo más lejos posible. Creo que nunca se lo dije, pero él lo sabe; si no por qué todavía hoy en las noches cerradas si miro con atención, puedo verle delante del cielo azul con sus manos juntas llamándome uh-uh uh-uh como a uno de sus mochuelos. Al levantarme por la mañana me encuentro una lombriz que me trajo en su pico de infancia la lluvia. ¿O sería él, mi abuelo de "la dinastía del mochuelo"?
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