Había un gato encerrado en el quinto. Todos lo sabíamos. En realidad, no todos, pues el mencionado gato no se sabe si era muy consciente de su propio encierro. Esto no quiere decir que estuviera solo o, por lo menos, así no era como lo suponíamos, sino acompañado por sus correspondientes dueños. Estos sí entraban y salían del piso. Por las noches, mi hija pequeña, de seis años, imaginaba a este gato aquejado de algún mal y se despertaba gritando: “¡Papá, papá! ¿Por qué llora el gato?”. “No llora, cariño, es que está en celo”. Le explicaba para calmarla. “¿Y qué es estar en celo? ¿Puede Susana estar en celo?” “No, María –la intentaba tranquilizar-, sólo los animales tienen el celo cuando es época de aparearse”. “¿Y qué es aparearse, papá?” “Es hora de dormirse. A ese gato no le pasa nada malo, ¿de acuerdo?”
A veces los alaridos del gato volvían a oírse por la mañana, entonces María sentenciaba que quería subir a conocer al gato de los del quinto. Los del quinto hacía poco tiempo que se habían mudado al barrio y no me atrevía a presentarme delante de su puerta para pedirles que enseñaran el dichoso gato a María. “Otro día, cariño. Cuando no tengas que ir al cole.” Ella se cruzaba de brazos, fruncía el ceño y poniendo morritos decía: “Sí, ya.” Sólo le faltaba sacarme la lengua pero, por lo menos, no insistía. O eso era lo que yo creía hasta que llegó el sábado. “Papá, hoy no tengo que ir al colegio.” Me comunicó con una sonrisa de oreja a oreja. “Entonces… ¿puedo subir a ver a Rodolfo?” “¿Rodolfo?” Le pregunté sorprendido. “Sí, Rodolfo el gato.” Aclaró. Decidido a zanjar el tema, me calcé los zapatos y le dije a María que hiciera lo mismo. “¡Vamos, vamos!” Repetía la niña tirándome del brazo. Después de llamar al timbre, apareció en la puerta un señor de barba espesa y con aire somnoliento. “Disculpe –le dije apurado-, vivimos en el piso de abajo y mi hija está empeñada en ver a su gato. Como maúlla tanto –carraspeé-, no ha habido forma de que se le olvide.” “¡Ah!” –la expresión de su rostro se volvió más despierta-, se refiere a Pepita”. “¡Rodolfo!” Soltó María a bocajarro. “No, guapita, se llama Pepita. Es una gata.” Resultaba extraño tanto diminutivo viniendo de un hombre tan barbudo. “El caso –continuó-, es que Pepita no es una gata común.” “Ya –le contesté-, ¿y de qué raza es?” “No, no –se rió el señor del quinto-. No se trata de eso. Pero no me he presentado: pasen, pasen. Soy Agustín.” Zanjadas las presentaciones atravesamos el umbral esperando que Pepita saliera a nuestro encuentro guiada por esa curiosidad tan característica de los gatos. Cosa que no sucedió. Ya estábamos sentados alrededor de una mesa en el salón cuando nuestro anfitrión dijo algo muy raro que todavía, a día de hoy, no he conseguido entender. En pocas palabras nos explicó que él no tenía ningún gato y que si, por casualidad, Pepita nos hubiera oído, se habría reído bastante de nuestra confusión, ya que era un metagato, es decir, que aunque él quisiera no podía acceder a nuestro deseo. “Pues, como sabéis, los metagatos no tienen apariencia física ni concreta.” Tengo que confesar que salí de allí más asombrado que mi hija que, en lugar de perpleja, parecía sentirse estafada. No por Agustín, el señor del quinto, sino por mí, por su propio padre que no había sido capaz de advertir la diferencia entre un gato de verdad y un metagato, que ni tiene pelo suave ni rabo ni bigotes ni orejas ni ojos y que, realmente, aún no sé qué es lo que tiene. “No te preocupes, María –le dije-. Tengo unos amigos que tienen un gato de verdad, es un gato europeo, muy bonito, atigrado. Esta misma tarde, podemos ir a verlo.” Pero María parecía haber perdido, repentinamente, el interés por los felinos, que le parecían, según me dijo, un fraude y a los que no quería volver a ver en su vida. No sabía que María conociera palabras tales como “fraude” y me extrañé tanto que llegué a dudar de si en lugar de mi hija sería mi metahija. Este pensamiento me llenó de estupor. La miré de nuevo y allí estaban sus dientes mellados, su flequillo tapando un poco la mirada de enfado. Debió de percibir mi nerviosismo porque enseguida cambió de expresión y dijo: “No importa, papá. Podemos ir. Sólo pasaré de los metagatos.” Reconozco que me tranquilizó mucho su habitual tono infantil, aunque también es verdad que, desde aquel día, no hemos vuelto a escuchar ningún gato en el vecindario.
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