Cogí los botes de spray de pintura y me dirigí a la estación por la que sabía que él pasaba todas las mañanas a las ocho y treinta y cinco minutos.Una vez allí, me situé al principio del andén donde creía que podría verme tanto a mí como lo que había escrito en la pared. El tren hizo su entrada y los que esperaban para pasar se acercaron a las vías. Todas las puertas se abrieron, menos la suya. Entonces sucedió: miró de reojo y me vió, también los graffitis. El maquinista misterioso salió de su cabina y me besó.
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