I. Abismos
Camino entre los abedules, la nieve cruje bajo mis botas de invierno, y lo que he conocido, se ha ido, como el sol al anochecer. Atesoro imágenes como castillos de arena que se convierten en desierto vacío y llega un momento en que el sol me ciega. Lo confundo en un minuto de pánico con la visión aterradora de la verdad que me quema y la pasión, lejos de estar dentro, me hiela. Quien siente todavía su calor, se salva, es el momento presente. No hay futuro en lo sucesivo, ni siquiera hay pasado: quedo suspendido con los copos de nieve, como la hoja de la rama que pende del hilo de un tallo -instante brevísimo de miedo-. Pero caigo y no me fundo con las demás hojas que a tus ojos forman un todo compacto, un lecho de hojas secas.
Así que mis botas siguen su paso, cruje el sol de invierno o crujen las hojas secas, algo en el final del camino permanece acechando y creo equivocarlo con cierta sombra que me persigue, como un fantasma, adentrándose en el bosque conmigo, lejos del camino de los hombres. Las canas de mi pelo son las estrellas que todavía no han perlado el cielo. Los abismos conocidos son piedras despeñándose por el barranco, aún no he llegado a la zona de los acantilados. Permanecen inciertos, perfil borroso.
Si me llamaras por mi nombre, no te respondería, lo he olvidado. Después de leer que primero fue Adán y de su costilla nació Eva, en este bosque no se oye el sisear de la serpiente, que aguarda en el túnel de su madriguera cubierta por la nieve. Cambian las costumbres, lo que es luz se transforma en manzana podrida y la oscuridad se cuela por los troncos huecos de los árboles como savia negra que fluye hasta sus raíces. En un momento este paisaje se da la vuelta o soy yo el que se marea y veo como las raíces miran hacia el cielo en el crepúsculo y las ramas flotan sobre el suelo. Momento exacto que sigo en este camino que no sigo. Una casa se acerca, la luz del quinqué saliendo por las ventanas es una promesa que sé que no llegará. No voy a sentir el calor de la leña en la hoguera y me cruzo con un hombre que acarrea pedazos de troncos y se dirige hacia allí.
Nos miramos sin llegar a saludarnos y la incertidumbre me devuelve a mis próximas huellas, no escritas en ningún trozo de papel -pensé que no era necesario mapa alguno y ahora, incluso en las horas bajas, he de permanecer en mis palabras-. El frío me hace retornar a mis ropas de abrigo, bajo las que palpita bum bum el corazón. La respiración es el vapor todavía más blanco que el paisaje, mientras la chimenea va desdibujándose de mi imaginación. No la veo, no la miro, es el pensamiento que toca el filo de la navaja. Las imágenes son el riego sanguíneo de estos pensamientos. Todavía confundido, mis mejillas arden al son de un tambor que a veces oigo y a veces no, de forma que no me sirve de guía para saber si estoy acercándome o alejándome de la civilización.
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