martes, 4 de octubre de 2011

PAISAJES



Hay una habitación en la que siempre son las nueve menos cuarto. No nos engañemos, el tiempo no se ha parado allí, sólo ha dejado de funcionar el reloj; esto sí que se agradece, que de vez en cuando, algún reloj, en alguna parte, deje de marcar eso que llamamos horas. Inexorable, el paso del tiempo, decimos. ¿Qué tiempo? ¿Ese del reloj?
Porque ¿qué es el tiempo además de un lugar vacío? ¿Qué es el tiempo si no un lugar para ser habitado?¿Qué es el tiempo si nosotros no lo ocupamos?

La historia da coletazos sobre la arena de la playa, como un pez fuera del agua, como un pez debatiéndose entre la vida y la muerte. Vuelve pez al agua, deja de abrir y cerrar así tus branquias anhelantes de oxígeno. Respira. Vuelve a ser pez y a ser agua. Da un salto definitivo y regresa a la sal y a la dulzura deslizante.

La naturaleza está en cambio constante. Fluye y en su fluir es eterna, pero si no nos fijamos bien parece que estuviera parada, como a simple vista sucede con el tronco de un árbol o como las montañas, que se elevan como animales prehistóricos fosilizados. Por eso, estando ante ella los miedos se disipan o se disparan. Uno se marea a veces en un espacio tan inmenso e inabarcable, de inagotable belleza -¿inagotable?-. Pero estando junto a un río te das cuenta de que ese cambio constante está pasando, de que la naturaleza fluye y fluyen los ríos hacia el mar, y es bonito. Hoy discurren hacia el mar y hoy-mañana, mañana-ayer siguen discurriendo.

El desierto, oquedad entre las manos. La arena es engañosa, se escurre entre los dedos, no puede ser apresada. Sin embargo, parece que los páramos se funden mejor con el cielo apartándose para dejar el mismo espacio o más al azul celeste, al rojo y al violeta del atardecer, a las oscuridad con sus estrellas.

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