Había una vez un hombre que tenía una curiosa predisposición para encontrar los cauces, surcos y caudales de agua. Pero lo que más le atraía de todo eran los manantiales; por muy alejados que estuvieran, él los hallaba aguzando el oído como los gatos hacen para localizar cualquier sonido. Él no podía decir de dónde provenían ciertos ruidos, como los de los coches o los trenes de mercancías. Tampoco acertaba a identificar los pasos de los transeúntes o la melodía del clarinete de un músico ambulante, pero en todo lo que se refería a sonidos acuáticos era un experto.
Un día, estando cerca de un arroyo, como de costumbre, meditaba sobre los matices fluviales que se le antojaban más cristalinos y perlados que nunca. Fue allí donde sintió una atractiva presencia que rivalizaba en belleza con el verdor circundante. Levantó la vista, siguiendo el impulso auditivo de un fluir constante de vida, y vio a una chica que pasaba por el camino siguiendo el arroyo. Tenía el pelo rubio, casi transparente, y su vestido parecía hecho de algas, dos corales rojizos eran sus pendientes. Escuchó atentamente cómo, cuando aquella chica posaba en tierra un pie y luego el otro, dos charquitos parecían reverberar, devolviéndole a su cuerpo un huidizo pero claro matiz pluvial. Ella se dio cuenta de que la estaba observando y le devolvió una mirada submarina que recordaba el camino de los peces por las profundidades del océano Pacífico. Sus ojos eran de color aguamarina.
Lentamente se acercó hasta ella para escuchar el latido de su corazón y puso su oído junto a su pecho que era resbaladizo como una anguila. Escuchó con asombro, como en una caracola marina, el rugido del viento que le transportaba una y otra vez hasta una playa desierta de arena muy fina, donde las olas rompían sin cesar. El tiempo se detuvo y casi pudo ver cómo las gaviotas sobrevolaban el azul del cielo.
Desde el primer encuentro, no volvieron a estar separados. Según iba pasando el tiempo, un musgo dorado que recordaba mucho al nácar que recubre el interior de las conchas de los moluscos, fue creciendo por los lóbulos del hombre hasta extenderse por sus orejas y cubrirlas por completo. Él, que sentía predilección por los caudales de agua y, sobre todo, por los manantiales, encontró en la mujer una fuente de inspiración constante que nunca dejó de fluir entre ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario