Mi cariñoso homenaje a Ana María Matute y su "Paraíso inhabitado".
Salía del marco
del cuadro y oíamos sus pisadas, crujidos de hojas secas. Cruzaba el patio
nevado y entonces le perdía la pista. Sólo él y yo le veíamos. A nadie más le
importaba. Cuando él se fue, el unicornio también se marchó. Durante mucho
tiempo les esperé a los dos: ninguno volvió. Yo sí que volví al teatrito de
cartón, a la alfombra de nuestras lecturas, al balcón de la estatua de león.
Parecía que el paso del tiempo se había amontonadado sobre nuestros lugares
habituales; desde luego, una enorme capa de polvo los cubría y las flores que
crecieron esa primavera en la que me enseñó a volar como había prometido en
invierno, se volvieron de plástico, viscoso plástico que no me atrevía a tocar.
Preferí volver a navegar sola en barcos nocturnos de papel sobre el parquet
encerado del salón de las lámparas de araña. De todos los niños que había
conocido sólo le quería a él y él me había enseñado a volar y me había
prometido también que un día nos iríamos juntos de allí, a París, donde su
madre era una famosa bailarina rusa. Por fin, la conocí. Ese día en que ella no
quería llorar y en que por nada del mundo yo lo hubiera hecho. Quería conocer a
la única amiguita de su hijo, como decía mamá. Entonces decidieron que sería
una crueldad no dejar conocer a una madre, por muy bailarina y rusa que fuera,
a la única amiguita de su hijo. Las madres tienen un concepto muy anacrónico de
la cordialidad. Porque sin la prohibición implícita anterior, mis escapadas no
habrían existido. Ni los ires y venires de las tatas, ni su complicidad, ni
la posterior necesidad de compresión de mamá.
Él también se
escapaba, solía hacerlo por las noches. Yo no sabía a dónde iba. Sólo se que él
podía ver al unicornio como yo, al mismo tiempo. Pero yo dormía y él salía de
su habitación. Quizás iba hasta el balcón de cristal y desde allí podía otear,
mientras yo permanecía sumida en el sueño, los caminos nocturnos de nuestro
amigo secreto. Y le seguiría. Le perseguía. ¿Por qué habría de hacerlo? Ese ser
de espejo, magia que no debía ser desvelada. ¿Por qué Yuri habría de seguirlo?
Estuviera donde estuviera, estaría con él. Les imaginaba surcando los cielos,
ese cielo celeste vacío de primavera. Atravesando bosques de abedules. Les
imaginaba perseguidos, ahora ambos juntos, por el Rey Cuervo, esas últimas
páginas que no quisimos leer les acechaban. La tía Amalia, encomiada por mamá,
vino a llevarme a Las Ruinas. Mientras nos desplazábamos en “la cafetera” hacia
tierras cada vez más verdes, me explicó, cuando le pregunté, que los
unicornios, si se marchan, nunca vuelven.